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V.C.
ANDREWS
   FLORES EN EL ATICO




      Traducción de
        Jesús Pardo




PLAZA & JANES EDITORES, S.A.




       DEBOLSILLO
Título original: Flowers in the Attic
      Diseño de la portada: Depto. de Diseño del Grupo Editorial
      Plaza & Janés
      Fotografía de la portada: © SuperStock

      Primera edición: abril, 2001

      © 1979, Virginia Andrews
      Bailarina, letra de Bob Russel y música de Carl Sigman, Editores TRO-the Cronwell Music, Inc. &
Harrison Music (ASCAP). Reimpreso con permiso.

      © de la traducción: Jesús Pardo

      © 1981, Plaza & Janés editores, S. A.
      Edición de bolsillo: Nuevas Ediciones de Bolsillo, S. L.

       Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las
sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o
procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares
de ella mediante alquiler o préstamo públicos.

      Printed in Spain — Impreso en España

      ISBN: 84-8450-506-5 (vol. 182/1)
      Depósito legal: B. 18.335 - 2001
      Impreso en Litografía Rosés, S. A.
      Progrés, 54-60. Gavá (Barcelona)
      P 805065
ÍNDICE

LISTA DE PERSONAJES......................................................................
PRIMERA PARTE...............................................................................
PRÓLOGO........................................................................................
ADIÓS, PAPÁ...................................................................................
EL CAMINO DE LAS RIQUEZAS...........................................................
LA CASA DE LA ABUELA.....................................................................
EL ÁTICO.........................................................................................
LA IRA DE DIOS...............................................................................
LO QUE CONTÓ MAMÁ.......................................................................
MINUTOS COMO HORAS....................................................................
CÓMO HACER CRECER UN JARDÍN......................................................
VACACIONES...................................................................................
LA FIESTA DE NAVIDAD.....................................................................
LA EXPLORACIÓN DE CHRISTOPHER Y SUS CONSECUENCIAS.................
EL LARGO INVIERNO, LA PRIMAVERA Y EL VERANO...............................
SEGUNDA PARTE..............................................................................
CRECIENDO EN ALTURA Y EN PRUDENCIA............................................
UN VISLUMBRE DEL PASADO..............................................................
UNA TARDE DE LLUVIA......................................................................
ENCONTRAR UN AMIGO.....................................................................
MAMÁ, POR FIN................................................................................
LA SORPRESA DE NUESTRA MADRE.....................................................
MI PADRASTRO................................................................................
MARCA LOS DÍAS EN AZUL, PERO RESERVA UNO PARA MARCARLO EN
  NEGRO.........................................................................................
LA FUGA..........................................................................................
FINES, PRINCIPIOS...........................................................................
EPÍLOGO.........................................................................................
LISTA DE PERSONAJES

    Christopher FOXWORTH, conocido como Do-LLANGANGER, hijo de Alicia Foxworth y
hermanastro de Malcolm Foxworth.


    Corinne    FOXWORTH/DOLIANGANGER,    esposa y sobrina de Christopher.


    Christopher    DOLIANGANGER,   hijo mayor de Christopher y Corinne.


    Catherine    DOLLANGANGER,   hija de Christopher y Corinne.


    Carrie y Cory     DOLLANGANGER,   gemelos, hijos de Christopher y Corinne.


    Olivia   FOXWORTH,   madre de Corinne.


    Malcolm    FOXWORTH,   padre de Corinne.


    Bart   WINSLOW,   pretendiente de Corinne.


     Mickey, un ratoncillo.
PRIMERA PARTE

            ¿Acaso dice la arcilla a su alfarero:
                                    Qué haces?


                                     ISAÍAS,   45-9
PRÓLOGO
       Es muy propio el atribuir a la esperanza el color amarillo, como el sol que raras veces
veíamos. Y al ponerme a copiar del viejo Diario que escribí durante tanto tiempo para
estimular la memoria, me viene a la mente un título, como fruto de la inspiración: Abre la
ventana y ponte al sol. Y, sin embargo, dudo en asignárselo a mi historia, porque pienso que
somos algo más que flores en el ático. Flores de papel. Nacidos con tan vivos colores,
ajándonos, cada vez más desvaídos, a lo largo de todos esos días interminables, penosos,
sombríos, de pesadilla, cuando nos tenía presos la esperanza, y cautivos la codicia. Pero nunca
pudimos teñir de color amarillo ni siquiera una sola de nuestras flores de papel.
      Charles Dickens solía empezar con frecuencia sus novelas con el nacimiento del
protagonista, y, como era uno de mis escritores favoritos, y también de Chris, yo solía imitar
su estilo lo máximo posible, en la medida de mis fuerzas. Pero Dickens fue un genio, nacido
para escribir sin dificultad, mientras que yo, cada palabra que escribo, la escribo con lágrimas,
con mala sangre, con amarga bilis, bien mezclado todo ello con vergüenza y culpabilidad.
Pensaba que hubiese sido mejor no sentir nunca vergüenza o culpabilidad, que esos
sentimientos eran pesos que otros debían soportar. Han pasado los años y ahora soy más vieja
y más prudente, y estoy mejor dispuesta también a aceptar lo que me depare el futuro. La
tempestad de ira que una vez estalló en mi interior ha ido cediendo, de manera que ahora ya
puedo escribir, espero, con veracidad y con menos odio y prejuicio de lo que habría sido
posible hace unos años.
     De manera que, como Charles Dickens, en esta obra de «imaginación» me ocultaré a mí
misma detrás de un nombre supuesto, y viviré en lugares falsos, y pediré a Dios que los que
deberían haberse sentido fulminados cuando leyeron lo que tengo que decir, apenas se sientan
heridos, y, ciertamente, Dios, en su infinita misericordia, hará que algún editor comprensivo
imprima mis palabras, haciendo con ellas un libro, y me ayude a contar toda la terrible verdad.




                                     ADIÓS, PAPÁ

        Cuando era joven, al principio de los años cincuenta, creía que la vida entera iba a ser
como un largo y esplendoroso día de verano. Después de todo, así fue como empezó. No
puedo decir mucho sobre nuestra primera infancia, excepto que fue muy agradable, cosa por
la cual debiera sentirme eternamente agradecida. No éramos ricos, pero tampoco pobres. Si
nos faltó alguna cosa, no se me ocurre qué pudo haber sido; si teníamos lujos, tampoco podría
decir cuáles fueron sin comparar nuestra vida con la de los demás, y en nuestro barrio de
clase media nadie tenía ni más ni menos que nosotros. Es decir que, comparando unas cosas
con otras, nuestra vida era la de unos niños corrientes, de tipo medio.
       Nuestro padre se encargaba de las relaciones públicas de una gran empresa que
fabricaba computadoras, con sede en Gladstone, estado de Pennsylvania, con una población de
doce mil seiscientos dos habitantes. Nuestro padre tenía mucho éxito en su trabajo, porque su
jefe venía con frecuencia a comer a casa y alababa mucho el trabajo que papá parecía realizar
tan bien.
      «Es ese rostro tuyo, tan norteamericano, sano, abrumadoramente guapo, y esos
modales tan llenos de encanto lo que conquista a la gente. Santo cielo, Chris, ¿qué persona
normal podría resistirse a un hombre como tú?»
       Y yo le daba la razón, con todo entusiasmo. Nuestro padre era perfecto. Medía un
metro noventa de estatura, pesaba ochenta y dos kilos, y su pelo era espeso y de un rubio
intenso, y justamente lo bastante ondulado para resultar muy atractivo; sus ojos eran azul
cielo y estaban llenos de vida y buen humor. Su nariz era recta, ni demasiado larga ni
demasiado estrecha ni demasiado gruesa. Jugaba al tenis y al golf como un profesional, y
nadaba con tanta frecuencia que se mantenía atezado durante todo el año. Siempre estaba
viajando en avión a California, Florida, Arizona o Hawai, o incluso al extranjero, por motivos de
trabajo, mientras nosotros nos quedábamos en casa, al cuidado de nuestra madre.
      Cuando volvía a casa y entraba por la puerta principal, todos los viernes por la tarde
(solía decir que le horrorizaba la idea de estar separado de nosotros más de cinco días
seguidos), aunque estuviera lloviendo o nevando, el sol parecía brillar de nuevo en cuanto él
nos dedicaba su gran sonrisa feliz.
     —¡hala, venid a besarme, si me quereís de verdad!
       Mi hermano y yo solíamos escondernos cerca de la puerta principal, y, en cuanto
oíamos su saludo, salíamos corriendo de detrás de una silla, o del sofá para lanzarnos en su
brazos abiertos de par en par, que nos recibían y nos levantaban inmediatamente. Nos
apretaba con fuerza contra su pecho y nos calentaba los labios con sus besos. El viernes era el
mejor de los días, porque nos devolvía a papá, para estar con nosotros. En los bolsillos de su
traje encontrábamos pequeños regalos, pero en la maleta guardaba los regalos más grandes,
que nos iba entregando uno a uno en cuanto saludaba a nuestra madre, que solía esperar
pacientemente en el fondo, hasta que hubiera terminado con nosotros.
       Después de recibir los regalos, Christopher y yo nos apartábamos a un lado para ver
acercarse a mamá despacio con una sonrisa de bienvenida que hacía brillar los ojos de papá,
quien la tomaba en sus brazos y la miraba fijamente al rostro, como si por lo menos hiciera un
año que no la veía.
       Los viernes, mamá se pasaba todo el día en el salón de belleza arreglándose el pelo y
las uñas; y luego volvía a casa y tomaba un largo baño de agua perfumada. Yo me introducía
en su cuarto para verla salir del baño envuelta en un batín transparente; entonces, ella se
sentaba ante su tocador a maquillarse cuidadosamente. Y yo, deseosa de aprender, iba
absorbiendo todo cuanto la veía hacer para convertirse, de la mujer bonita que era, en un ser
tan sorprendentemente bello que no parecía real. Lo más asombroso era que nuestro padre
estaba convencido de que no se había maquillado, y pensaba que mamá era una
impresionante belleza natural.
       La palabra querer se derrochaba en nuestra casa: «¿Me queréis? Yo a vosotros os
quiero muchísimo. ¿Me echasteis de menos? ¿Os alegráis de verme otra vez en casa?
¿Pensasteis en mí estos días?, ¿todas las noches? ¿Estuvisteis inquietos y desasosegados,
deseando que volviera con vosotros? —Nos abrazaba—. Mira, Corrine, que si no fuese así a lo
mejor preferiría morirme.»
      Y mamá sabía contestar muy bien a estas preguntas: con sus ojos, con susurros llenos
de suavidad, y con besos.
      Un día, Christopher y yo volvíamos corriendo del colegio, mientras el viento invernal
nos empujaba, haciéndonos entrar más rápidamente en la casa.
       —¡Hala, quitaos las botas y dejadlas en el recibidor! —nos gritó mamá desde el cuarto
de estar, donde la veía sentada ante la chimenea, haciendo un jersey de punto que parecía
para una muñeca. Pensé que sería un regalo de Navidad para alguna de mis muñecas.
       Y quitaos los zapatos antes de entrar aquí —añadió.
       Nos quitamos las botas, los abrigos de invierno y los gorros en el recibidor, y luego
entramos corriendo, en calcetines, en el cuarto de estar, con su gruesa alfombra blanca. Aquel
cuarto, de color pastel, decorado para acentuar la belleza suave de mi madre, nos estaba
prohibido a nosotros casi siempre. Era nuestro cuarto de visitas, el cuarto de nuestra madre, y
nunca nos sentimos verdaderamente cómodos en el sofá cubierto de brocado color albaricoque
o en las sillas de terciopelo. Preferíamos el cuarto de papá, con sus paredes de artesonado
oscuro y su sofá de resistente tela escocesa a cuadros, donde podíamos revolcarnos y jugar,
sin preocuparnos nunca de estropear nada.
       —¡Fuera hiela , mamá! —exclamé, sin aliento, echándome a sus pies y acercando las
piernas al fuego—. Pero el trayecto hasta casa, en bicicleta, fue precioso, con los árboles
resplandecientes de pedacitos de hielo que parecían diamantes, y prismas de cristal en las
matas. Parece un paisaje de hadas, mamá no me gustaría nada vivir en el Sur, donde nunca
nieva.
       Christopher no hablaba del tiempo y de su congelada belleza. Tenía dos años y cinco
meses más que yo, y era mucho más sensato que yo; eso lo sé ahora. Se calentaba los pies
helados igual que yo, pero tenía la vista fija en el rostro de mamá y sus cejas oscuras se
fruncían de inquietud.
        También yo levanté la vista hacia ella, preguntándome qué vería Christopher para
sentir tal preocupación. Mamá estaba haciendo punto con rapidez y seguridad, aunque de vez
en cuando echaba una ojeada a las instrucciones.
          —Mamá, ¿te encuentras bien? —preguntó Christopher.
          —Sí, claro que sí —respondió ella con una sonrisa suave y dulce.
          —Pues a mí me parece que estás cansada.
          Dejó a un lado el diminuto jersey.
      —Fui a ver al médico hoy —dijo, inclinándose hacia adelante para acariciar la mejilla
sonrosada y fría de Christopher.
          —Mamá —exclamó mi hermano—, ¿es que estás enferma?
       Ella rió suavemente; luego pasó sus dedos largos y finos por entre los rizos revueltos y
rubios y musitó:
          —Christopher Dollanganger, no te hagas el tonto. Ya te he visto mirarme lleno de
recelo.
      Le cogió la mano, y también una de las mías, y se llevó las dos a su vientre
protuberante.
          —No sentís nada? —preguntó, con aquella mirada secreta y feliz de nuevo en su rostro.
       Rápidamente, Christopher apartó la mano, al tiempo que su rostro enrojecía. Pero yo
dejé la mía donde estaba, sorprendida, esperando.
          —¿Qué notas tu, Cathy?
     Contra mi mano, bajo el vestido, sucedía algo extraño.
       Pequeños y leves movimientos agitaban su carne. Levanté la cabeza y la miré a la cara,
y aún recuerdo lo bella que estaba, como una madonna de Rafael.
          —Mamá, se te revuelve la comida, o es que tienes gases.
          La risa hizo brillar sus ojos azules, y me instó a que adivinara otra vez.
          Su voz era dulce y algo inquieta al anunciarnos la noticia.
        —Queridos, voy a tener un niño a principios de mayo. La verdad es que, cuando me
visitó hoy el médico, me dijo que él oía los latidos de dos corazones. Eso quiere decir que voy
a tener gemelos... o quizá trillizos, Dios no lo quiera. Ni siquiera vuestro padre lo sabe todavía,
de modo que no le digáis nada hasta que yo pueda hablar con él.
       Desconcertada, miré de reojo a Christopher para ver cómo recibía la noticia. Parecía
pensativo y todavía turbado. Miré de nuevo el bello rostro de mamá, iluminado por el fuego.
De pronto, me levanté de un salto y salí corriendo del cuarto.
       Me lancé de bruces en la cama y me puse a lanzar gritos, al mismo tiempo que lloraba
a raudales. ¡Niños, dos o más! ¡Allí no había más niño que yo! No quería niños lloriqueando,
gimoteando, ocupando mi lugar. Lloré, golpeando las almohadas, deseando dañar algo, o a
alguien. Luego me incorporé y pensé en escapar de casa.
          Alguien llamó suavemente a la puerta cerrada con llave.
          —Cathy —dijo mamá—, ¿puedo entrar y hablar contigo de este asunto?
          —¡Vete de aquí! —grité—. ¡Odio tus niños!
       Sí, de sobra sabía lo que me esperaba; yo, la de en medio, la de quien los padres
menos se cuidan. A mí me olvidarían y ya no habría más regalos de los viernes. Papá no
pensaría más que en mamá, en Christopher, y en esos odiosos niños que me iban a apartar a
un lado.
Papá vino a verme aquella tarde, poco después de regresar a casa. Yo había dejado la
puerta abierta, por si acaso quería verme. Le miré la cara de reojo, porque le quería mucho.
Parecía triste, y tenia en la mano una gran caja envuelta en papel de plata, coronada por un
enorme lazo de satén rosa.
       —¿Qué tal ha estado mi Cathy? —preguntó en voz baja, mientras le miraba por debajo
del brazo—. No has acudido corriendo a saludarme cuando llegué. Ni me has preguntado qué
tal estoy, ni siquiera me has mirado. Cathy, no sabes cuánto me duele cuando no sales
corriendo a recibirme y darme besos.
         No le contesté, y él entonces vino a sentarse al borde de la cama.
       —¿Quieres que te diga una cosa? Pues que es la primera vez en tu vida que me has
mirado de esta manera, echando fuego por los ojos. Éste es el primer viernes que no has
acudido corriendo a saltar a mis brazos. Es posible que no me creas, pero no me siento revivir
hasta que estoy en casa los fines de semana.
       Haciendo pucheros, me negué a rendirme. A él ya no le hacía falta. Tenía a su hijo, y,
encima, montones de niños llorones a punto de llegar. A mí me olvidaría en medio de la
multitud.
      —Te voy a decir algo más —añadió él, observándome fijamente—: Yo solía creer, quizá
tontamente, que si venía a casa los viernes y no os traía regalos a ti ni a tu hermano...,
bueno, pues, a pesar de todo, pensaba yo, los dos saldríais corriendo a recibirme y darme la
bienvenida. Creía que me queríais a mí, y no a mis regalos. Pensaba, equivocadamente, que
había sido un buen padre y que vosotros siempre tendríais un sitio para mí en vuestro
corazón, incluso si mamá y yo teníamos una docena de hijos.
       —Hizo una pausa, suspiró, y sus ojos azules se oscurecieron__. Creía que mi Cathy
sabía que seguiría siendo mi niña querida, aunque sólo fuera porque había sido la primera.
         Le eché una mirada airada, herida, ahogándome.
         —Pero si ahora mamá tiene otra niña, tú le dirás a ella lo mismo que me estás diciendo
a mí.
         —¿Lo crees así?
       —Sí —gemí, me sentía tan dolida que habría podido gritar de celos: «A lo mejor hasta
la quieres más que a mí, porque será pequeña y más mona.»
        —Es posible que la quiera tanto como a ti, pero no más. —Abrió los brazos y ya no pude
resistir más. Me lancé a sus brazos y me agarré a él como a una tabla de salvación—.
¡Ssssssh! —me tranquilizó, mientras yo continuaba llorando—. No llores, no tengas celos,
nadie va a dejar de quererte. Y, otra cosa, Cathy, los niños de carne y hueso tienen mucha
más gracia que las muñecas. Tu madre no va a poder cuidarlos a todos; así que no tendrá más
remedio que pedirte que la ayudes, y cuando no esté yo en casa, me sentiré tranquilo
pensando que tu madre tiene una hija tan buena que hará todo lo que pueda por hacer su vida
más fácil y más cómoda para todos. —Sus cálidos labios se apretaban contra mi mejilla,
húmeda de lágrimas—. Vamos, mira, abre la caja y dime qué te parece lo que hay dentro.
       Primero tuve que darle una docena de besos en la cara, y abrazos muy efusivos para
compensarle por la inquietud que le había causado. En aquel bonito paquete había una caja de
música de plata, fabricada en Inglaterra. La música sonaba al tiempo que una bailarina,
vestida de rosa, daba vueltas lentamente una y otra vez ante un espejo.
       —Sirve también de joyero —explicó papá, poniéndome en el dedo un anillo con una
piedra roja que, según me dijo, se llamaba granate—. En cuanto lo vi, me dije que tenía que
ser para ti. Y con este anillo prometo querer para siempre a mi Cathy y siempre un poco más
que a ninguna otra hija, siempre y cuando ella nunca se lo cuente a nadie.
        Y llegó un soleado martes de mayo y papá estaba en casa.
       Durante dos semanas, papá había permanecido dando vueltas por la casa, esperando a
que llegasen los niños. Mamá parecía irritable, incómoda, y la señora Bertha Simpson se
hallaba en la cocina, preparándonos las comidas y cuidando de Christopher y de mí con una
sonrisa bobalicona. Era la más concienzuda de nuestras vecinas. Vivía al lado, y decía
constantemente que papá y mamá parecían hermanos más que marido y mujer. Era una
persona sombría y gruñona, que raras veces decía algo amable a nadie. Y estaba cociendo
berzas; a mí las berzas no me gustaban en absoluto.
Hacia la hora de la cena, papá llegó corriendo al comedor a decirnos a mí y a mi
hermano que tenía que llevar a mamá al hospital.
      —Pero no os preocupéis, porque todo saldrá bien. Tened cuidado con la señora
Simpson, y haced vuestros deberes; a lo mejor, dentro de unas horas sabréis si tenéis
hermanos o hermanas... o uno de cada.
        No regresó hasta la mañana siguiente. Estaba sin afeitar, parecía cansado y tenía el
traje arrugado, pero nos sonrió lleno de felicidad.
       —¿A que no adivináis? ¿Niños o niñas? —nos preguntó.
        —¡Niños! —gritó Christopher, que quería dos hermanos a quienes enseñar a jugar al
fútbol. Yo quería niños también... nada de niñas que le robaran el cariño de papá a su primera
hija.
     —Pues son un niño y una niña —explicó papá, con orgullo—. Son las cositas más lindas
que os podéis imaginar. Vamos, vestios y os llevaré en el coche a que los veáis.
       Yo le seguí, de morros, aún sin ganas de mirar, incluso cuando papá me levantó en
volandas para que pudiera ver a través del cristal de la sala de recién nacidos, a los dos bebés
que una enfermera tenía en sus brazos. Eran diminutos, y sus cabezas como manzanas
pequeñas, y sus pequeños puños rojos se agitaban en el aire. Uno de ellos gritaba como si le
estuvieran pinchando con alfileres.
      —Vaya —suspiró papá, besándome en la mejilla y apretándome mucho—, Dios ha sido
bueno conmigo al enviarme otro hijo y otra hija, tan guapos los dos como la primera parejita.
       Yo me decía que les odiaría a los dos, sobre todo al gritón, llamado Carrie, que chillaba
y berreaba diez veces más fuerte que el otro, Cory, silencioso. Era prácticamente imposible
dormir como Dios manda por la noche con los dos al otro lado del recibidor, o sea, enfrente de
mi cuarto. Y, sin embargo, a medida que comenzaron a crecer y sonreír, y sus ojillos a brillar
cuando los cogía a los dos en brazos en su cuarto, algo cálido y maternal corregía la envidia de
mis ojos. No pasó mucho tiempo sin que comenzara a volver corriendo a casa para verlos,
jugar con ellos, cambiarles los pañales y darles el biberón, y subírmelos a los hombros para
ayudarles a eructar después de las comidas. Desde luego, eran más divertidos que las
muñecas.
       No tardé en darme cuenta de que los padres tienen en el corazón sitio suficiente para
más de dos hijos, y que yo también lo tenía para querer a aquellos dos, incluso a Carrie, que
era tan mona como yo, y a lo mejor hasta más. Crecieron rápidamente, como la mala hierba,
decía papá, aunque mamá les miraba a veces con inquietud, porque decía que no crecían tan
rápidamente como lo habíamos hecho Christopher y yo. Esto se lo dijo al médico, quien la
tranquilizó enseguida, asegurándole que con frecuencia los gemelos eran más pequeños que
los niños nacidos solos.
       —Ya ves —dijo Christopher—, los médicos lo saben todo.
       Papá levantó la vista del periódico que estaba leyendo y sonrió.
       —Lo dijo el médico, pero nadie lo sabe todo, Chris.
       Papá era el único que llamaba Chris a mi hermano mayor.
       Nuestro apellido era un tanto raro, y muy difícil de aprender a escribir: Dollanganger. Y
como éramos todos rubios, color lino, de tez clara (excepto papá, siempre tan atezado), Jim
Johnston, el mejor amigo de papá, nos puso de mote «los muñecos de Dresde», porque decía
que nos parecíamos a esas figuras de porcelana tan bonitas que adornan las baldas de las
rinconeras y las repisas de las chimeneas. Enseguida, todos los vecinos, comenzaron a
llamarnos «los muñecos de Dresde», y, ciertamente, resultaba más fácil de pronunciar que
Dollanganger.
      Cuando los gemelos cumplieron cuatro años y Christopher catorce, yo acababa de
cumplir los doce, y entonces hubo un viernes muy especial. Era el trigésimo sexto cumpleaños
de papá, y decidimos prepararle una fiesta para darle una sorpresa. Mamá parecía una
princesa de cuento de hadas, con su pelo recién lavado y peinado. Sus uñas relucían de barniz
color perla, y su vestido largo, como de noche, era de un suavísimo color claro, mientras su
collar de perlas se agitaba al andar ella de un sitio a otro, preparando la mesa del comedor de
manera que resultase todo lo perfecta que debía estar para la fiesta del cumpleaños de papá.
Los regalos estaban apilados, muy altos, sobre el aparador.


                                             0
Iba a ser una fiesta íntima, reducida a la familia y a los amigos más allegados.
     —Cathy —dijo mamá, echándome una rápida ojeada—,
       ¿quieres hacer el favor de ir a ver cómo están los gemelos? Los bañé a los dos antes de
acostarlos, pero, en cuanto se levantaron, salieron corriendo a jugar en la arena y ahora
necesitarán otro baño.
       Fui encantada. Mamá estaba demasiado elegante para ponerse a bañar a dos niños
sucios de cuatro años, pues las Salpicaduras echarían a perder el peinado, las uñas y el
precioso vestido.
       —Y cuando acabes de bañarlos, tú y Christopher os bañaréis también. Tú, Cathy, te
pondrás el vestido rosa tan bonito, y te rizarás el pelo. Y tú, Christopher, nada de vaqueros,
quiero que te pongas una camisa de vestir y corbata, y la chaqueta sport azul claro, y los
pantalones color crema.
       —¡Qué fastidio, mamá, con lo poco que me gusta ponerme elegante! —se quejó él,
arrastrando los zapatos de suela de goma y frunciendo el ceño.
        —Haz lo que te digo, Christopher, aunque sólo sea por tu padre. Ya sabes lo mucho que
hace él por ti, y lo menos que puedes hacer tú a cambio es que se sienta orgulloso de su
familia.
      Christopher se marchó refunfuñando, mientras yo corría al jardín a buscar a los
gemelos, que en cuanto me vieron se pusieron a chillar.
       —¡Un baño al día es suficiente! —gritaba Carrie—. ¡Ya estamos bien limpios! ¡Márchate!
¡No nos gusta el jabón! ¡No nos gusta que nos laven el pelo! ¡No nos lo hagas otra vez, Cathy,
o iremos a decírselo a mamá!
       —¡Conque ésas tenemos! —repliqué yo—. ¿Y quién creéis que me mandó aquí a limpiar
a esta pareja de monstruitos sucios? ¡Santo cielo! ¿Cómo es posible ponerse tan sucio en tan
poco rato!
       En cuanto su piel desnuda entró en contacto con el agua caliente y los dos patitos
amarillos de goma y los botes de goma comenzaron a flotar y ellos dos a salpicarme de agua
de arriba abajo, se sintieron lo bastante contentos como para dejarse bañar, enjabonar y
poner su mejor ropa. Porque, después de todo, iban a asistir a una fiesta, y, a pesar de todo,
era viernes y papá estaba a punto de llegar a casa.
       Primero le puse a Cory un bonito traje blanco con pantalones cortos. Cory,
curiosamente, era más limpio que su hermana. Sin embargo, por mucho que lo intentaba, no
conseguía domar aquel terco mechón de pelo; le caía siempre a la derecha, como un rabito de
cerdo, y Carrie, por raro que parezca, se obstinaba en ponerse el pelo igual que el de su
hermano.
       Cuando, finalmente, conseguí verlos vestidos, los dos parecían un par de muñecos
vivos. Entonces se los pasé a Christopher, advirtiéndole que no los perdiese de vista. Ahora
me tocaba a mí el turno de vestirme. Los gemelos lloraban y se quejaban, mientras yo me
bañaba a toda prisa, me lavaba el pelo y me lo enrollaba en bigudíes. Eché una ojeada desde
la puerta del cuarto de baño y vi que Christopher estaba haciendo lo posible por distraer a los
gemelos leyéndoles un cuento.
       —Eh —dijo Christopher, cuando por fin salí, con mi vestido rosa, el de los volantes
fruncidos—, la verdad es que no estás nada mal.
      —¿Nada mal? ¿Eso es todo lo que se te ocurre?
        —Para una hermana, nada más. —Echó una ojeada a su reloj de pulsera, cerró de golpe
el libro de cuentos, cogió a los gemelos de sus manos gordezuelas, y gritó—: ¡Papá está a
punto de llegar, llegará en cosa de minutos, date prisa, Cathy!
       Dieron las cinco y pasaron, y aunque seguíamos esperando, no veíamos el Cadillac
verde de nuestro padre acercarse por la calzada en curva que conducía a nuestra casa. Los
invitados, sentados en el cuarto de estar, trataban de mantener una conversación animada,
mientras mamá paseaba nerviosamente por el cuarto. Por lo general, papá llegaba a casa a las
cuatro, y a veces incluso antes.
      Dieron las siete, y continuábamos esperando.
      La excelente y sabrosa comida estaba secándose, por llevar demasiado tiempo en el


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horno. Las siete era la hora en que acostumbrábamos acostar a los gemelos, que estaban cada
vez más hambrientos, adormilados e irritados, preguntando con insistencia qué pasaba.
      —¿Cuándo llega papá? —repetían.
       Sus vestidos blancos no parecían ya tan virginales. El pelo de Carrie, suavemente
ondulado, comenzaba a rebelarse y parecía agitado por el viento. La nariz de Cory empezó a
gotear y él a secársela una y otra vez con el revés de la mano, hasta que tuve que acudir
corriendo con un pañuelo de papel a limpiarle el labio superior.
     —Bueno, Corrine —bromeó Jim Johnston—, es evidente que Chris ha encontrado otra
mujer de bandera.
      Su mujer le dirigió una mirada furiosa por haber dicho una cosa de tan pésimo gusto.
      A mí, el estómago me gruñía, y empezaba a sentirme tan inquieta como parecía mamá.
Continuaba, dando vueltas por la habitación y acercándose a la gran ventana para mirar.
       —¡Eh! —grité, al ver un coche que entraba en nuestra calzada, flanqueada de árboles—.
A lo mejor es papá, que llega ya.
      Pero el coche que se detuvo ante nuestra puerta era blanco, no verde. Y encima tenía
una de esas luces rojas giratorias, y en un lado se leía POLICÍA DEL ESTADO.
       Mamá sofocó un grito cuando dos policías de uniforme azul se acercaron a la puerta
principal de nuestra casa y tocaron el timbre.
      Parecía congelada. La mano le temblaba al llevársela a la garganta; el corazón le salía
casi por los ojos, oscureciéndoselos.
      En mi corazón, sólo de observarla, despuntaba algo siniestro y espantoso.
       Fue Jim Johnston quien abrió la puerta e hizo entrar a los dos policías, que miraban
alrededor nerviosamente, dándose cuenta sin duda de que aquélla era una reunión de
cumpleaños. Les bastaba con mirar el comedor y ver la mesa, preparada para una fiesta, los
globos colgados de la araña y los regalos que había sobre el aparador.
     —¿Señora Dollanganger? —preguntó el más viejo de los dos, mirando a las mujeres, una
a una.


       Mamá hizo un rígido ademán. Yo me acerqué a ella, como también Christopher. Los
gemelos estaban en el suelo, jugando con unos cochecitos y mostrando muy poco interés por
la inesperada llegada de los policías. El hombre de uniforme, de aspecto amable y con el rostro
muy rojo, se acercó a mamá:
       —Señora Dollanganger —comenzó con una voz monótona que, inmediatamente, me
llenó el corazón de temor—, lo sentimos muchísimo pero ha ocurrido un accidente en la
carretera de Greenfield.
       —¡Oh...! —suspiró mamá, tendiendo las manos para estrecharnos a Christopher y a mí.
Yo sentía temblar todo su cuerpo igual que temblaba yo. Mis ojos estaban como hipnotizados
por los botones de bronce del uniforme; no conseguía apartar la vista de ellos.
        —En el accidente se vio implicado también su marido, señora Dollanganger —continuó
el policía.
     De la garganta sofocada de mamá escapó un largo suspiro.
      Se tambaleó y habría caído de no ser porque Chris y yo la sostuvimos.
       —Hemos interrogado ya a unos motoristas que vieron el accidente y, desde luego, no
fue en absoluto culpa de su marido, señora Dollanganger —seguía recitando la voz del policía,
sin mostrar emoción alguna—. Según nuestra versión del accidente, del que ya hemos
informado, había un Ford azul que no hacía más que entrar y salir del carril izquierdo, según
dicen el conductor iba borracho, y que chocó de frente contra el coche de su marido. Pero, al
parecer, su marido se dio cuenta a tiempo, porque se desvió para evitar un choque frontal,
pero una pieza caída de otro coche, o de un camión, le impidió completar su acertada
maniobra de cambio de carril, que habría salvado su vida. Lo cierto es que el coche de su
marido, que era mucho más pesado, dio varias vueltas de campana, y aún así habría podido
salvarse, pero un camión que no pudo parar chocó también de lleno con su coche, y el Cadillac
dio varias vueltas más... y entonces... se incendió.
      Nunca he visto una habitación tan llena de gente en que tan rápidamente reinara un


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espeso silencio. Hasta los gemelos dejaron de jugar y se dedicaron a mirar fijamente a los dos
policías.
      —¿y mi marido? —susurró mama, cuya voz, de tan débil, apenas resultaba audible—. No
está... no está... muerto, ¿verdad?
     —Señora —declaró el policía de la cara roja, muy solemnemente—, no sabe usted cuánto
lamento tener que darle tan malas noticias, y precisamente en un día como parece ser éste. —
Se detuvo un momento y miró alrededor, lleno de turbación—. Lo siento muchísimo, señora...
todo el mundo hizo lo humanamente posible, pero a pesar de todo fue imposible sacarle... No
obstante, señora... resultó, en fin, resultó muerto instantáneamente, según dice el médico.
         Alguien que estaba sentado en el sofá lanzó un grito.
       Mamá no gritó. Sus ojos se volvieron sombríos, oscuros, como distantes. La
desesperación le dejó el bello rostro sin su radiante colorido; se diría que se había convertido
en una máscara. Yo la miraba fijamente, tratando de decirle con los ojos que nada de aquello
podía ser verdad. ¡No, papá no estaba muerto! ¡No, mi papá no estaba muerto! ¡No podía
estar muerto... no, no era posible! La muerte era para la gente vieja, para las personas
enfermas... no para alguien tan querido y tan necesario y tan joven.
       Y, sin embargo, mi madre estaba allí... con el rostro ceniciento, las manos como
estrujando invisibles ropas mojadas, y, a cada segundo que pasaba, sus ojos se hundían más y
más en el rostro.
         Me eché a llorar.
      —Señora, tenemos unas cosas suyas que saltaron del coche al primer choque. Hemos
recuperado todo cuanto nos fue posible.
      —¡Vayanse de aquí! —le grité al policía—. ¡Vayanse de aquí! ¡No es mi papá! ¡Estoy
segura de que no es mi papá! Se ha parado en alguna tienda a comprar un helado y llegará de
un momento a otro. ¡Vayanse de aquí! —Me lancé contra el policía y le golpeé en el pecho.
         El hombre trató de mantenerme a distancia y Christopher se acercó también y tiró de
mí.
         —Por favor —pidió el policía—. ¿No podría alguien hacerse cargo de esta niña?
      Los brazos de mi madre me rodearon los hombros, y me acercó a ella, apretándome.
Los invitados murmuraban, emocionados, y susurraban; la comida comenzaba a oler a
quemado en el horno.
       Esperaba que alguien llegara de pronto y me cogiese de la mano y me dijese que Dios
no se llevaba la vida de un hombre como mi padre, pero nadie se acercaba a mí. Sólo
Christopher se acercó, me rodeó la cintura con el brazo, y así nos encontramos los tres juntos:
mamá, Christopher y yo.
         Fue Christopher quien, finalmente, hizo un esfuerzo para hablar, y su voz sonó extraña,
ronca:
       —¿Están completamente seguros de que era nuestro padre? Si el Cadillac verde se
incendió, el conductor tuvo que quedar muy quemado, puede ser otra persona, no papá.
       Gemidos hondos, ásperos, brotaron de la garganta de mamá, como desgarrándola, pero
a sus ojos no asomó una sola lágrima. ¡Ella sí lo creía! ¡Creía que aquellos hombres decían la
verdad!
      Los invitados, que habían venido tan elegantemente vestidos a la fiesta de cumpleaños,
nos rodearon, pronunciando esas frases consoladoras que dice la gente cuando la verdad es
que no hay nada que decir.
        —No sabes cuánto lo sentimos, Corrine, estamos verdaderamente horrorizados... Es
terrible.
         —¡Que le haya pasado una cosa tan horrible a Chris!
     —Nuestros días en este mundo están contados; así es la vida, desde el mismo
momento en que nacemos, nuestros días están contados.
     Y así continuaron, lentos, como el agua se filtra en el cemento. Papá estaba muerto de
verdad. Ya nunca más le veríamos vivo. Sólo le veríamos en un ataúd, tendido en una caja que
acabaría hundiéndose en la tierra, con una lápida de mármol con su nombre y el día de su
nacimiento, y el día de su muerte.


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Todos iguales, excepto el año.
       Miré alrededor, para ver lo que hacían los gemelos, que no tenían por qué sentir lo que
yo sentía. Alguien había tenido la amabilidad de llevárselos a la cocina, y allí estaba
preparándoles algo de comer antes de meterlos en la cama. Mis ojos y los de Christopher se
encontraron. Él parecía tan sumido en la misma pesadilla que yo, su joven rostro aparecía
pálido y conmocionado; una expresión vacía de dolor ensombrecía sus ojos.
       Uno de los policías había ido al coche, y ahora volvía con un paquete de cosas que fue
colocando cuidadosamente sobre la mesa del cuarto de estar. Observé, como congelada,
aquella exposición de todos los objetos que papá solía llevar en los bolsillos: un monedero de
piel de lagarto que le había regalado mamá para Navidad; su bloc de notas y su agenda, de
cuero los dos; su reloj de pulsera; su anillo de boda. Todo ello ennegrecido y chamuscado por
el humo y el fuego.
      Lo último que sacó fueron los animales de juguetes, de bonitos colores, que traía papá
para Cory y Carrie, hallados, según nos dijo el policía de la cara colorada, esparcidos por la
carretera.
      Un elefante azul de felpa, con orejas de terciopelo rosa, que, sin duda, era para Carrie.
Y, después, lo más triste: la ropa de papá, que había saltado de la maleta al romperse el
portaequipajes.
      Yo conocía aquellos trajes, aquellas camisas, corbatas, calcetines. Vi la corbata que yo
misma le había regalado en su cumpleaños anterior.
      —Alguien tendrá que identificar el cadáver —dijo el policía.
       Entonces me rendí a la evidencia. Era verdad, nuestro padre nunca volvía a casa sin
regalos para nosotros, aun cuando fuese en su propio cumpleaños.
        Salí corriendo de la habitación, salí huyendo de aquellas cosas esparcidas que me
desgarraban el corazón y me infundían un dolor mayor que cualquier otro dolor de los que
había sentido hasta entonces. Salí huyendo de la casa al jardín de atrás, y allí golpeé con los
puños un viejo arce lo golpeé hasta que los puños comenzaron a dolerme y la sangre a manar
de muchas pequeñas heridas; entonces me tiré de bruces contra la hierba y empecé a llorar,
lloré diez océanos de lágrimas, por papá, que debería estar vivo. Lloré por nosotros, que,
ahora, tendríamos que seguir viviendo sin él. Y por los gemelos, que no habían llegado a tener
la oportunidad de darse cuenta de lo maravilloso que era, o, mejor dicho, que había sido. Y
cuando ya no me quedaron más lágrimas, y mis ojos estaban hinchados y rojos y me dolían de
tanto frotármelos, escuché pasos suaves que se acercaban, los de mi madre.
       Se sentó sobre la hierba, a mi lado, y me cogió la mano entre las suyas. Un trozo de
luna en cuarto menguante brillaba en el cielo, y millones de estrellas también, y la brisa
soplaba suavemente cargada de recientes fragancias primaverales.
       —Cathy —dijo mamá, al cabo de un rato, cuando el silencio entre ella y yo se había
alargado ya tanto que parecía no ir a acabar nunca—, tu padre está en el cielo, mirándote, y
bien sabes lo que le gustaría que fueses valiente.
      —¡No está muerto, mamá! —repliqué con vehemencia.
       —Llevas bastante tiempo aquí, en el jardín, y probablemente no te das cuenta de que
ya son las diez. Alguien tenía que identificar el cadáver de papá, y aunque Jim Johnston se
ofreció a hacerlo, evitándome así a mí ese dolor, no podía dejar de verle con mis propios ojos,
porque te aseguro que también a mí me costaba creerlo. Tu padre está muerto, Cathy.
Christopher está en la cama, llorando, y los gemelos, dormidos, no se dan cuenta totalmente
de lo que quiere decir «muerto».
      Me rodeó con los brazos, acunándome la cabeza con el hombro.
       —Anda, ven —dijo, levantándose y levantándome, sin dejar de sujetarme la cintura con
el brazo—: Llevas demasiado tiempo aquí fuera. Pensé que estarías en la casa con los otros, y
los otros creían que estabas en tu cuarto o conmigo. No sirve de nada estar sola cuando te
sientes abandonada. Mucho mejor es estar con gente y compartir tu pena, y no tenerla
encerrada dentro.
     Dijo esto con los ojos secos, sin derramar una sola lagrima.
      Pero en su interior estaba llorando, gritando. Se lo notaba en el tono de voz, en la
profunda desolación que traslucían sus ojos.


                                            4
Con la muerte de papá comenzó una pesadilla a cernerse sobre nuestros días. Yo
miraba a mamá con reproche, pensando que debiera habernos preparado con tiempo para una
cosa como aquélla, porque nunca habíamos tenido animales que, de pronto, se nos muriesen,
enseñándonos así algo sobre lo que se pierde a causa de la muerte. Alguien, alguna persona
mayor, debiera habernos advertido que los que son jóvenes y encantadores, los que son
necesarios, a veces mueren también.
       Pero ¿cómo decir estas cosas a una madre que parecía como si el destino estuviese
haciéndola pasar por el agujero que deja, al desprenderse, un nudo en una tabla de madera, y
sacándola de él toda delgada y plana? ¿Era posible hablar francamente con alguien que no
quería hablar, ni comer, ni cepillarse el pelo, ni ponerse los bonitos vestidos que atestaban su
armario ropero? Y tampoco quería atender a nuestras necesidades. Menos mal que las amables
vecinas venían a ocuparse de nosotros, y nos traían comida que habían preparado en sus
casas. Nuestra casa estaba llena hasta rebosar de flores, comida casera, jamones, panecillos
calientes, pasteles y empanadas.
        Toda la gente que había querido, admirado y respetado a nuestro padre llegaba en
manadas, por lo que estaba sorprendida de lo conocido que era. Y, sin embargo, me sentía
irritada cada vez que alguien venía a preguntar cómo había muerto y a decir que era una
lástima que una persona tan joven muriese así, cuando tanta gente inútil e incapaz seguía
viviendo año tras año, como un verdadero estorbo para la sociedad.
      Por todo lo que había oído y adivinado, era evidente que el destino es cruel segador,
nunca amable, con muy poco respeto por los que son amados y necesarios.
        Los días de la primavera pasaron, e hizo su aparición el verano. Y el dolor, por mucho
que uno tratase de alimentar sus quejidos, tiende siempre a ir diluyéndose, y la persona
llorada, tan real, tan querida, va convirtiéndose en una sombra confusa, levemente inasequible
a la vista. Un día, mamá estaba sentada, tan triste que se diría que había olvidado hasta cómo
sonreír.
       —Mamá —le dije, sonriente, esforzándome por animarla—, voy a hacer como si papá
estuviera vivo todavía, que se ha marchado a otro de sus viajes de negocios, y que no tardará
en volver y entrar a grandes pasos por la puerta, y que nos llamará, igual que solía hacer:
«Venid a saludarme con besos, si me queréis», y entonces, ¿a que sí?, nos sentiremos todos
mejor, sin falta, como si estuviera vivo en alguna parte, vivo donde no podemos verle, pero de
donde podemos esperar que vuelva en el momento menos pensado.
       —No, Cathy —repuso mamá—, tienes que aceptar la verdad. No trates de buscar
consuelo en la ficción, ¿me oyes? Tu padre está muerto, y su alma ha subido al cielo, y a tu
edad ya debieras darte cuenta de que nadie ha vuelto nunca jamás del cielo. En cuanto a
nosotros, nos las arreglaremos lo mejor que podamos sin él, pero eso no quiere decir que
vayamos a escapar a la realidad sin enfrentarnos con ella.
       La vi levantarse de la cama y comenzar a sacar cosas del frigorífico para el desayuno.
       —Mamá...—empecé de nuevo, tanteando cuidadosamente el camino, a fin de que no
volviese a enfadarse—, ¿podremos arreglárnoslas sin él?
      —Yo haré lo que esté en mi mano para que todos salgamos adelante —replicó, con voz
apagada y como aplanada.
       —¿Tendrás que ponerte a trabajar ahora, como la señora Tohnston?                         .
        —tal vez, quizá no sea preciso. La vida esta llena de sorpresas, Cathy, y algunas de
ellas son desagradables, como has podido comprobar. Pero, recuerda, tú por lo menos tuviste
la gran suerte de disfrutar durante casi doce años de un padre que te consideraba como algo
muy importante.
       —Porque me parezco a ti —repliqué, sintiendo aun aquella envidia que siempre
alimenté de sentirme como una segundona junto a ella.
       Me miró un momento, sin dejar de pasar revista al contenido del repleto frigorífico.
      —Te voy a decir una cosa, Cathy, que nunca te he dicho. Tú eres ahora muy parecida a
como yo era a tu edad, pero tu personalidad no es como la mía. Tú eres mucho más agresiva,
mucho más decidida. Tu padre solía decir que eras como su madre, y él quería mucho a su
madre.
       —¿Es que todo el mundo no quiere mucho a su madre?


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—No —repuso ella, con una extraña expresión—. Hay madres a las que es imposible
amar, porque no quieren que se las ame.
       Sacó tocino y huevos del frigorífico; luego se volvió hacia mí, para cogerme en sus
brazos.
       —Querida Cathy, tu padre y tú teníais una relación muy íntima, y me figuro que le
echarás de menos mucho más precisamente por eso, más que Christopher, o que los gemelos.
Lloré con desconsuelo contra su hombro.
       —¡Odio a Dios por habérselo llevado, debiera haber esperado a que fuese viejo! Papá
no estará con nosotros cuando yo sea bailarina y Christopher, médico. Ahora que se ha ido ya
nada parece tener importancia.
       —A veces —replicó ella, con voz tensa—, la muerte no es tan terrible como piensas. Tu
padre nunca envejecerá ni se volverá achacoso. Seguirá siempre joven, y tú lo recordarás
siempre así: joven, guapo, fuerte. No llores más, Cathy, porque, como tu padre solía decir,
siempre hay alguna razón para todo y una solución para cualquier problema, y yo estoy
esforzándome por hacer las cosas lo mejor posible.
       Eramos cuatro niños que avanzábamos a ciegas por entre los pedazos de nuestro dolor
y nuestra privación. Jugábamos en el jardín, tratando de hallar consuelo en la luz del sol, sin
darnos cuenta en absoluto de que nuestras vidas muy pronto iban a cambiar de manera tan
drástica y tan dramática, que palabras como «jardín» se convertirían para nosotros en
sinónimo de cielo, y en algo igual de remoto.
       Una tarde, poco después del funeral de papá, Christopher y yo estábamos en el jardín
con los gemelos. Estos, sentados en la playa que les habíamos hecho con arena, jugaban con
palas y cubos, pasando interminablemente arena de un cubo a otro, charlando sin cesar en la
extraña jerga que sólo ellos entendían. Cory y Carrie eran gemelos fraternos más bien que
idénticos, y, sin embargo, formaban como una sola unidad, muy compenetrados el uno con el
otro. Habían construido un muro en torno a sí, convirtiéndose de esta manera en defensores y
guardianes de su despensa llena de secretos. Se sentían el uno al otro, y con eso estaban
contentos.
       Pasó la hora de cenar. Teníamos miedo de que ahora hasta las comidas fuesen
suprimidas, de manera que, sin esperar siquiera a que la voz de mamá nos llamase, cogimos
las manos regordetas de los gemelos y los llevamos con nosotros a la casa. Allí encontramos a
mamá sentada ante el escritorio grande de papá; estaba escribiendo lo que parecía ser una
carta muy difícil, a juzgar por el número de hojas de papel empezadas y descartadas.
      Escribía a mano, con el ceño fruncido, deteniéndose constantemente para levantar la
cabeza y mirar al espacio.
      —Mamá —dije—, son casi las seis, y los gemelos están empezando a tener hambre.
       —Un momento, un momento —pidió ella, distraída—; estoy escribiendo a tus abuelos,
que viven en Virginia. Los vecinos nos han traído comida para una semana.
      Haz el favor de poner un poco de carne en el horno,
       Era la primera comida que casi hacía yo sola. Ya había puesto la mesa, y la carne
estaba calentándose, y la leche servida, cuando mamá, por fin, vino a ayudarme.
       Daba la impresión de que mamá tenía cartas que escribir y sitios a donde ir todos los
días desde la muerte de nuestro padre, dejándonos al cuidado de la vecina de al lado. Por la
noche, mamá se sentaba ante el escritorio de papá abría un libro de cuentas verde y se
dedicaba a revisar montones de cuentas. Ya nada era agradable, nada. A menudo, mi hermano
y yo bañábamos a los gemelos, les poníamos el pijama y los metíamos en la cama; entonces,
Christopher se iba corriendo a su cuarto a estudiar, mientras yo me acercaba a mi madre, en
busca de algún medio de hacer que la felicidad volviese a brillar en sus ojos.
        Unas semanas más tarde, llegó una carta en respuesta a las muchas que mamá había
escrito a sus padres, en Virginia. Inmediatamente, mamá empezó a llorar, antes incluso de
abrir el grueso sobre color crema estaba llorando. Lo abrió torpemente, con una plegadera, y,
con manos temblorosas, desplegó tres hojas de papel, leyendo la carta entera tres veces.
Mientras la leía, las lágrimas resbalaban lentamente por sus mejillas, manchándole el
maquillaje con largas listas pálidas y relucientes.
      Nos había hecho venir del jardín en cuanto recogió el correo del buzón que había junto


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a la puerta, y ahora estábamos los cuatro sentados en el sofá del cuarto de estar. Veía su
suave rostro claro de porcelana de Dresde, que iba transformándose en algo frío, duro,
decidido. Sentí que un escalofrío me recorría la espina dorsal. A lo mejor era porque llevaba
mirándonos largo tiempo, demasiado largo tiempo. Luego volvió a mirar la carta, que tenía en
sus manos temblorosas, después a las ventanas, como si fuera a encontrar en ellas alguna
respuesta a los problemas que la carta planteaba.
        Mamá estaba muy rara, y nos hacía a todos sentirnos intranquilos y estar insólitamente
callados, porque ya estábamos bastante acobardados en aquel hogar sin padre, para que,
además, se nos echara encima una carta de tres hojas que dejaba a mi madre muda y le ponía
un brillo duro en la mirada. ¿Y por qué nos miraba de aquella manera tan extraña?
       Al fin, carraspeó y comenzó a hablar, pero su voz sonaba fría, completamente distinta a
su tono habitual, suave y cálido:
        —Vuestra abuela ha contestado por fin a mis cartas —anunció con voz fría—, a todas
esas cartas que le había escrito, y... bueno, pues que está de acuerdo. Dice que podemos ir a
vivir con ella.
       ¡Buenas noticias! Justamente lo que llevábamos tanto tiempo esperando, y por eso
deberíamos sentirnos contentos. Pero mamá cayó de nuevo en el mismo silencio caviloso y
malhumorado, y continuaba sentada allí, mirándonos fijamente. ¿Qué le ocurría? ¿Es que no
sabía que éramos de ella, y no cuatro hijos de cualquier otra persona, posados allí como
pájaros en una cuerda de tender la ropa?
      —Christopher, Cathy, contáis ya catorce y doce años, y tenéis ya edad de comprender,
y también tenéis edad de cooperar, y de ayudar a vuestra madre a salir de una situación
desesperada.
        Hizo una pausa, se llevó aguadamente una mano a la garganta, tocándose las cuentas
del collar, y suspiró hondo. Parecía al borde de las lágrimas, y yo me sentía muy triste, llena
de compasión por la pobre mamá, sin marido.
       —Mamá —le dije—, ¿va todo bien?
       —Sí, naturalmente, queridita, claro que sí. —Trató de sonreír—. Tu padre, que en paz
descanse, esperaba vivir hasta muy viejo, y así llegar a reunir una fortuna suficiente con su
trabajo. Él era de una familia que sabía ganar dinero, y por eso yo no tenía la menor duda de
que todo iba a salir como él quería, siempre y cuando hubiera tenido tiempo. Pero treinta y
seis años no es edad para morir, y la gente tiende a pensar que no les va a pasar nunca nada
a ellos, sólo a los demás. No pensamos en la posibilidad de un accidente, ni tampoco que
vamos a morir jóvenes. La verdad es que vuestro padre y yo pensábamos que envejeceríamos
juntos, y esperábamos ver a nuestros nietos antes de morir también juntos, el mismo día, de
manera que ninguno de los dos se quedaría solo echando de menos al que murió antes. Volvió
a suspirar.
      —Debo confesaros que vivíamos muy por encima de nuestros recursos actuales, y que
habíamos confiado mucho en el futuro, gastando dinero antes de tenerlo en la mano. No le
echéis la culpa a él, fue culpa mía. Él conocía bien la pobreza, pero yo no tenía la menor idea.
Ya os acordáis de cómo solía reñirme. Bueno, cuando compramos la casa, por ejemplo, él
decía que con tres dormitorios tendríamos bastante, pero yo quería cuatro. E incluso cuatro no
me parecían suficientes. Fijaos, mirad a vuestro alrededor. Tenemos una hipoteca de treinta
años sobre esta casa, y nada de lo que hay aquí nos pertenece realmente: ni los muebles... ni
los coches, ni los electrodomésticos de la cocina o la lavadora. Nada, lo que se dice nada está
terminado de pagar.
       ¿Sentimos miedo? ¿Nos asustamos? Ella hizo una pausa y su rostro se puso de un rojo
vivo, mientras sus ojos pasaban revista al bello cuarto de estar que tan bien le iba a su
belleza. Sus delicadas cejas se fruncieron con angustia.
        —Pero, aunque vuestro padre me reñía un poco, también él quería estas cosas. Me
dejaba hacer porque me quería, y pienso que llegué a convencerle de que todos estos lujos
eran absolutamente necesarios, y acabó por ceder, porque los dos teníamos una tendencia a
satisfacer con demasiada facilidad nuestros caprichos. Ésta era otra de las cosas en que nos
parecíamos.
       Su expresión se transformó, sumiéndose en solitaria reminiscencia; luego prosiguió,
con la misma voz, que era como de otra persona: Y ahora, todas nuestras bellas cosas nos las


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van a quitar. Legalmente, esto se llama recuperación, y es lo que ocurre siempre que la gente
no tiene dinero suficiente para terminar de pagar lo que ha comprado. Ese sofá, por ejemplo:
hace tres años costó ochocientos dólares, y lo hemos pagado todo menos cien dólares, pero, a
pesar de todo, se lo van a llevar, y perderemos todo lo que hemos pagado por todo lo que
tenemos, y eso es perfectamente legal. No sólo perderemos los muebles, y la casa, sino
también los coches, en fin, todo, excepto la ropa y los juguetes. Me permitirán quedarme con
mi anillo de boda, y he escondido el anillo de pedida, que es de diamantes, de manera que
tened cuidado de no contar a nadie que venga aquí a revisar las cosas que yo tenía un anillo
de pedida.
      Ninguno de nosotros preguntó quiénes podrían venir. La verdad es que ni siquiera se
me ocurrió preguntarlo. No era el momento. Y, más adelante, la cosa pareció perder
importancia.
       Los ojos de Christopher buscaron los míos. Yo trataba a ciegas de comprender y me
esforzaba por no sentirme ahogada por la comprensión. Me sentía hundirme, ahogándome en
aquel mundo de las personas mayores, de muerte y deudas. Mi hermano alargó su mano y me
cogió la mía, apretándome los dedos en un ademán de protección fraternal.
       ¿Acaso era yo un cristal de ventana, tan fácil de leer que hasta él, mi verdugo, se
sentía inclinado a consolarme? Traté de sonreír para demostrarme a mí misma lo adulta que
era, y, de esta manera, paliar la sensación de temblor y debilidad que estaba penetrándome
ante la noticia de que aquella, gente, quienes fuesen, iba a quitárnoslo todo. No quería que
ninguna otra niña viviese en mi bonita habitación rosa y menta, durmiera en mi cama, jugara
con las cosas que yo quería: mis muñecas en miniatura, mi caja de música de plata de ley, con
su bailarina rosa, ¿es que me iban a quitar también esas cosas?
       Mamá observó a mi hermano y a mí con gran interés, y volvió a hablar, con un asomo
de su antigua dulzura en la voz:
      —no pongas esa cara de angustia, porque las cosas no están tan mal como yo las he
expuesto. Tenéis que perdonarme por haber sido tan desconsiderada como para olvidarme de
lo pequeños que sois todavía. Os he dado primero las malas noticias, guardando las buenas
para el final. Bueno, pues ahora veréis, ahora viene lo bueno. No vais a creer lo que voy a
contaros: ¡mis padres son ricos! No son ricos de clase media, sino ricos de clase alta, ricos,
muy ricos, ¡escandalosa, increíble, pecaminosamente ricos! Viven en una casa grande y bella,
en Virginia, una casa como nunca habéis visto en vuestras vidas. De sobra lo sé yo, que nací y
crecí allí, cuando veáis esa casa, ésta os parecerá una cabaña en comparación con ella. ¿No os
dije que vamos a vivir con ellos, con mis padres?
       Nos ofreció de esa forma este pequeño motivo de alegría, con una sonrisa débil y
nerviosamente agitada, que no consiguió liberarme de las dudas que, con su actitud y lo que
nos acababa de decir, me habían invadido. No me gustaba la manera con que sus ojos
evitaban culpablemente los míos, escabullándose cada vez que trataba de mirarla. Pensé que
estaba ocultando algo.
       Pero era mi madre. Y papá ya no estaba con nosotros.
        Cogí a Carrie y la senté en mi regazo, apretando su cuerpecito cálido contra el mío.
Alisé los rizos dorados y húmedos que le caían sobre la frente redonda. Se le cerraban los
párpados, y sus labios gruesos de rosa hacían pucheros. Eché una ojeada a Cory, que se
apretaba contra Christopher.
       —Los gemelos están cansados, mami. Tienen que cenar.
        —Hay tiempo de sobra para cenar —me cortó ella, impaciente—, hay que hacer planes,
y preparar el equipaje, porque esta noche tomaremos el tren. Los gemelos pueden comer
mientras hacemos el equipaje. Toda vuestra ropa tiene que caber en dos maletas solamente,
de modo que quiero que no os llevéis más que la ropa favorita, y los juguetes de los que no
podáis separaros. Y un juego solamente. Ya os compraré juegos de sobra en cuanto estemos
allí. Cathy, tú eliges la ropa y los juguetes que te parezca que prefieren los gemelos, pero sólo
unas pocas cosas. No podemos llevarnos, en total, más que cuatro maletas, y a mí me hacen
falta dos para mis cosas.
       ¡Vaya, de modo que la cosa iba de veras! Teníamos que irnos, abandonarlo todo, y yo
tenía que meterlo todo en dos maletas solamente, y mi hermano y mi hermanita tendrían que
compartirlas conmigo. Mi muñeca Ann, por sí sola, ocuparía media maleta, y, a pesar de esto,


                                             8
no podía dejarla, era mi muñeca más querida, la que me regaló papá cuando yo sólo tenía tres
años. Me eché a llorar.
       Y así quedamos, con nuestros rostros llenos de angustia fijos en mamá. La hicimos
sentirse terriblemente inquieta, porque se agitó y comenzó a pasear por el cuarto.
      —Ya os dije que mis padres son lo que se dice riquísimos.
      Nos dirigió a Christopher y a mí una mirada como aquilatando el efecto de esta
información, y luego apartó el rostro, ocultándonoslo.
      —Mamá —preguntó Christopher—, ¿algo va mal?
       Me maravillé de que pudiera preguntar tal cosa cuando era evidente a más no poder
que todo iba mal.
        Mamá continuó dando vueltas por el cuarto, sus piernas largas y bien formadas
sobresalían por la abertura delantera de su fina bata negra. Incluso de luto, de negro, era
bella: hasta sus ojos llenos de turbación y hundidos en sombras, todo. Era muy guapa, y yo la
quería mucho, ¡santo cielo, cuánto la quería!
      Todos la queríamos mucho.
       Justamente enfrente del sofá, mamá dio media vuelta y la gasa negra de su bata se
abrió como la falda de una bailarina, mostrando sus bellas piernas, desde los pies hasta las
caderas.
       —Queridos —comenzó—, ¿qué podría pasar de malo viviendo en una casa tan bonita
como la de mis padres? Yo nací allí, crecí allí, excepto los años en que me mandaron interna al
colegio. Es una casa enorme, preciosa, y constantemente están añadiéndole nuevas
habitaciones, aunque bien sabe Dios que ya tiene de sobra.
      Sonrió pero en su sonrisa había algo que parecía falso.
        —Sin embargo, hay una cosa, una cosa poco importante que tengo que deciros antes
de que conozcáis a mi padre, vuestro abuelo —su voz, al decir esto, vaciló, y volvió a
sonreírnos con la misma sonrisa extraña, oscura—, hace muchos años, cuando tenía dieciocho,
hice una cosa muy grave, algo que mi padre encontró mal y que mi madre tampoco aprobó,
pero ella no me iba a dejar nada, de manera que no cuenta. Pero, a causa de lo que hice, mi
padre me borró de su testamento, de modo que, ya veis, estoy desheredada. Tu padre solía
decir galantemente que yo «había caído en desgracia». Vuestro padre siempre se las arreglaba
para ver el lado bueno de todo, y decía que le daba igual.
       ¿En desgracia? ¿Qué quería decir eso? Yo no podía imaginarme a mi madre haciendo
algo tan malo que su propio padre se volviese contra ella llegando hasta privarle de las cosas
que por derecho eran suyas.
        —Sí, mamá, comprendo perfectamente lo que quieres decir —intervino Christopher—.
Hiciste algo que a tu padre le pareció mal, y, en vista de ello, aun cuando estabas incluida en
su testamento, mandó a su abogado que te excluyera de él sin más, sin detenerse a pensarlo,
de manera que ahora no heredarás ninguna de sus posesiones cuando él pase a mejor vida.
        Sonrió muy satisfecho de sí mismo porque sabía más que yo. Siempre sabía responder
a todo. Siempre que estaba en casa tenía la nariz metida en un libro. Aunque, fuera, al aire
libre, era tan salvaje y bruto como los demás chicos del vecindario, en casa, siempre lejos de
la televisión, mi hermano mayor era un ratón de biblioteca.
      Como siempre, tenía razón.
       —Sí, Christopher. Nada de lo que tiene mi padre pasara a mí cuando él muera, o, a
través de mí, a vosotros. Por eso tuve que escribir tantas cartas a casa en vista de que mi
madre no me contestaba —volvió a sonreír, esta vez con amarga ironía—, pero, como soy la
única heredera que le queda, espero poder volver a caer en gracia. Lo que pasa es que, en
otros tiempos, yo tenía dos hermanos, pero los dos murieron en accidente, y ahora soy la
única que queda para heredar. —Dejó de pasear nerviosamente por el cuarto, se llevó la mano
a la boca, movió la cabeza y añadió, con una voz nueva, como de quien dice algo aprendido de
memoria—: Es mejor que os diga otra cosa: vuestro verdadero apellido no es Dollanganger,
sino Foxworth. Y Foxworth es un apellido muy importante en Virginia.
       —¡Mamá! —exclamé, escandalizada—. ¿Es legal cambiar de apellido y poner uno falso
en las partidas de nacimiento ?



                                            9
La voz de mamá se llenó de impaciencia: —¡Por Dios bendito, Cathy, los apellidos se
pueden cambiar legalmente, y el de Dollanganger, además, nos pertenece, más o menos! Tu
padre lo tomó de unos lejanos antepasados suyos, le pareció que era un apellido divertido, una
especie de broma, y, para lo que él quería, le venía muy bien.
       —¿Y qué era lo que quería? —pregunté—. ¿Por qué iba a querer papá cambiar un
apellido como Foxworth, tan fácil de escribir, por otro largo y difícil como Dollanganger?
       —Cathy, estoy cansada —replicó mamá, dejándose caer en la silla más cercana—.
Tengo mucho que hacer, muchos detalles legales que arreglar. No tardarás en enterarte de
todo. Te lo explicaré todo, te aseguro que te seré completamente franca, pero, por favor,
ahora déjame respirar tranquila.
       ¡Qué día aquél! Primero, nos enteramos de que aquella gente misteriosa venía a
llevarse todas nuestras cosas, incluso nuestra casa, y luego, que ni siquiera nuestro apellido
era verdaderamente nuestro.
       Los gemelos, arrebujados en nuestro regazo, estaban ya medio dormidos, y eran
demasiado pequeños, además, para comprender aquellas cosas. Ni siquiera yo, a pesar de que
tenía ya doce años y era casi una mujer, podía entender porqué motivo mamá no parecía
verdaderamente contenta ahora que podía volver a casa de sus padres, a quienes hacía quince
años que no veía. Abuelos secretos, a quienes nosotros creímos muertos hasta poco después
del funeral de nuestro padre. Y hasta aquel día no nos enteramos tampoco de la existencia de
dos tíos que habían muerto en accidente. Entonces me di cuenta bastante clara de que
nuestros padres habían vivido plenamente sus vidas antes incluso de tener hijos, y que
nosotros no éramos tan importantes después de todo.
       —Mamá —comenzó Christopher, lentamente—, tu bella y grandiosa casa de Virginia nos
parece muy bien, pero a nosotros nos gusta más esto. Aquí tenemos a nuestros amigos, todo
el mundo nos conoce, y yo, personalmente, te aseguro que no quiero mudarme. ¿Por qué no
vas a ver al abogado de papá y le dices que vea la manera de que podamos seguir aquí, con
nuestra casa y nuestros muebles?
       —Sí, mamá, por favor, es mejor que nos quedemos aquí —coincidí.
      Mamá se levantó rápidamente de la silla y se puso a dar grandes pasos por el cuarto.
Cayó de rodillas ante nosotros, y sus ojos quedaban entonces a la altura de los nuestros.
        —Vamos a ver, escuchadme —pidió, cogiéndonos a mi hermano y a mí de la mano y
apretándonos a los dos contra su pecho—. Yo lo he pensado también; he reflexionado sobre la
manera de poder seguir aquí, pero es que no hay ningún remedio, en absoluto, porque no
tenemos dinero para pagar los plazos mensuales, y yo no soy capaz de ganar un sueldo
suficiente para mantener a cuatro niños y a mí. Miradme —suplicó, abriendo los brazos, de
pronto parecía vulnerable, bella, impotente—, ¿sabéis lo que soy? Pues un bonito e inútil
adorno que siempre pensó que tendría a su lado a un hombre que cuidase de ella. No sé hacer
nada, ni siquiera sé escribir a máquina. Sé muy poco de cuentas. Sé bordar muy bien, bordado
de aguja y también en estambre, pero ese tipo de habilidades no sirve para ganar dinero. Es
imposible vivir sin dinero. No es el amor lo que hace girar al mundo, sino el dinero. Y mi padre
tiene tanto dinero que no sabría qué hacer con él. Y no tiene más heredero vivo ahora que yo.
En otros tiempos a mí me quería más que a sus dos hijos, de modo que no deberá ser difícil
ahora recuperar su afecto. Entonces mandará llamar a su abogado y le dirá que ponga mi
nombre en un testamento nuevo y lo heredaré todo. Tiene sesenta y seis años, y está al borde
de la muerte a causa de una enfermedad cardíaca.
       A juzgar por lo que me escribió mi madre en hoja aparte, para que mi padre no lo
leyese, a vuestro abuelo le quedan dos o tres meses de vida, como mucho. Eso me dará
tiempo de sobra para hacer que vuelva a quererme como solía, y cuando muera, toda su
fortuna será mía, ¡mía! ¡nuestra! Nos veremos libres para siempre de toda preocupación
económica, libres de ir a donde queramos, libres de hacer lo que deseemos, libres de viajar,
de comprar todo cuanto se nos antoje, ¡todo cuanto se nos antoje! Y no creáis que hablo de
uno o dos millones, sino de muchos, muchos millones, a lo mejor, hasta miles de millones. La
gente que tiene dinero en esas cantidades, a veces ni siquiera se da cuenta de lo que eso vale,
porque lo tienen invertido en muchos negocios, y son dueños de muchas cosas, como bancos,
líneas aéreas, hoteles, grandes almacenes, navieras. La verdad, no os dais cuenta del tipo de
imperio que vuestro abuelo controla, incluso ahora que está al borde de la muerte. Tiene el
genio de ganar dinero, todo lo que toca se le convierte en oro.

                                             0
Sus ojos refulgían. El sol entraba por las ventanas del cuarto de estar, desparramando
ráfagas de luz diamantina sobre su cabellera. Ya parecía más rica que nadie. Pero mamá,
mamá, ¿cómo había surgido todo aquello justamente después de la muerte de nuestro padre?
       —Christopher, Cathy, ¿estáis escuchándome, estáis usando vuestra imaginación? ¿Os
dais cuenta de lo que se puede hacer con tantísimo dinero? ¡El mundo y todo cuanto contiene
es vuestro! Con dinero se consigue poder influencia, respeto. Tened fe en mí. En seguida
volveré a ganarme el corazón de mi padre. En cuanto me vuelva a ver y se dé cuenta de que
estos quince años que llevamos separados han sido una pérdida de tiempo inútil. Es viejo, está
enfermo, se pasa la vida en el primer piso, en un cuartito pequeño al otro lado de la biblioteca,
y tiene enfermeras que cuidan de él día y noche, y criados que están atentos a sus menores
deseos, y yo soy lo único que le queda, no tiene a nadie más que a mí. Hasta las enfermeras
encuentran innecesario subir las escaleras, porque tienen su propio cuarto de baño en el
primer piso. Una noche le haré aceptar la idea de conocer a sus cuatro nietos, y entonces
bajaréis vosotros las escaleras, y entraréis en su cuarto, y él quedará encantado, encantado de
lo que verán sus ojos: cuatro preciosos niños que son la perfección misma en todos sus
detalles, y no tendrá más remedio que quereros, a cada uno de los cuatro. Creedme, la cosa
saldrá bien, saldrá exactamente como os digo. Y os prometo que haré todo lo que me mande
mi padre. Por mi propia vida, por todo cuanto considero sagrado y querido, o sea, por los hijos
que hizo mi amor por vuestro padre, podéis creerme, os prometo que muy pronto seré la
heredera de una fortuna que sobrepasa la imaginación, y, gracias a mí, todos vuestros sueños
se harán realidad.
       Yo tenía la boca abierta de par en par. Estaba completamente dominada por su
apasionamiento. Eché una ojeada a Christopher y le vi que miraba fijamente a mamá con ojos
llenos de incredulidad. Los gemelos estaban ya al borde aterciopelado del sueño. No habían
oído nada de todo aquello.
       íbamos a vivir en una casa tan grande y tan rica como un palacio.
       En aquel palacio tan grandioso, donde había criados atentos a nuestros menores
deseos, seríamos presentados al rey Midas, que no tardaría en morir, y entonces nosotros
tendríamos todo el dinero, y podríamos poner al mundo entero a nuestros pies, ¡íbamos a
entrar en posesión de riquezas increíbles! ¡Yo sería exactamente igual que una princesa!
       Y, a pesar de todo, ¿por qué no me sentía verdaderamente contenta?
       —Cathy —dijo Christopher, dirigiéndome una sonrisa feliz, de oreja a oreja—, todavía
podrás ser bailarina de ballet. No creo que el dinero sirva para comprar talento, o para
convertir a un chico bien en médico, pero, cuando llegue el momento de ponernos a trabajar y
ser gente seria, que nos quiten lo bailado.
       No podía llevarme la caja de música de plata de ley, con la bailarina rosa encima. La
caja de música era cara, y había sido incluida en la lista como cosa de valor para compensar a
«esa gente».
      No podía quitar de las paredes los estantes de mis muñecas, ni tampoco las muñecas
de miniatura. Apenas podía llevarme nada de todo lo que papá me había regalado, excepto el
pequeño anillo que llevaba en el dedo, con una piedra semipreciosa tallada en forma de
corazón.
        Y, como decía Christopher, en cuanto fuéramos ricos, nuestras vidas serían como una
larga fiesta. Así es como vive la gente rica, sin duda, felizmente, contando el dinero y haciendo
planes divertidos.
       Diversiones, juegos, fiestas, riquezas increíbles, una casa grande como un palacio, con
criados que vivían encima de un gran garaje donde se guardaban por lo menos nueve o diez
coches caros. ¿Quién iba a creer que mi madre procedía de una familia así? ¿Por qué la reñía
papá tanto por gastar dinero sin cuidado cuando a ella le habría bastado con escribir a su casa
entonces, mendigando un poco, aunque fuese humillante?
        Bajé despacio al recibidor desde mi cuarto, y me quieta un momento ante la caja de
música de plata, sobre la que mi bailarina rosa estaba en posición de arabesco al abrirse la
tapa, de modo que podía verse a sí misma en el espejo. Y oí la música, que tocaba: «Gira,
bailarina, gira...»
       Podía robarla, si tuviera algún sitio donde esconderla.
       Adiós, cuarto blanco y rosa de paredes color menta. Adiós, camita blanca con el cielo

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suizo de motas, que me había visto enferma de sarampión, paperas y viruelas.
        Adiós, otra vez adiós a ti, papá, porque cuando me vaya de aquí ya no podré
imaginarte sentado a un lado de mi cama, cogiéndome la mano, ni te veré venir desde el
cuarto de baño, con un vaso de agua. La verdad es que no me gusta irme de aquí, papá,
preferiría quedarme y conservar tu recuerdo junto a mí.
       —Cathy —mamá me llamaba desde la puerta—, no te quedes ahí llorando. Una
habitación no es más que eso, una habitación. Vivirás en muchas habitaciones antes de que te
mueras, de manera que date prisa, recoge tus cosas y las de los gemelos, mientras yo hago
mi equipaje.
        Antes de morirme viviré en mil habitaciones, o más, me susurraba una vocecita en el
oído... y la creí.




                       EL CAMINO DE LAS RIQUEZAS

       Mientras mamá hacía su equipaje, Christopher y yo metimos nuestra ropa en dos
maletas, junto con unos pocos juguetes y un solo juego. En la media luz temprana del
atardecer, un taxi nos llevó a la estación del ferrocarril. Nos habíamos marchado furtivamente,
sin decir adiós ni siquiera a un solo amigo, y esto dolía. Yo no sabía por qué tenía que ser así,
pero mamá insistía.
      Nuestras bicicletas se quedaron en el garaje, junto con todas las demás cosas que eran
demasiado grandes para poder llevárnoslas.
        El tren avanzó pesadamente a través de una noche oscura y estrellada, camino del
lejano Estado de Virginia. Pasamos por muchas ciudades y pueblos dormidos, y junto a granjas
solitarias, de las que sólo se veían algunos dorados rectángulos de luz. Mi hermano y yo no
queríamos dormirnos y perdernos todo aquello, y, además, ¡teníamos tantas cosas de que
hablar! Sobre todo, hacíamos cábalas sobre la casa grandiosa, rica, en la que íbamos a vivir
espléndidamente, comiendo en platos de oro y servidos por un mayordomo de librea. Y me
imaginaba que tendría mi propia doncella para que me ayudara a quitarme la ropa, me
preparara el baño, me cepillara el pelo y se pusiera firme ante una orden mía. Pero no sería
demasíado severa con ella. Por el contrario, me mostraría suave, comprensiva, la clase de
señora que todo criado desea; bueno, menos cuando rompiera algo que a mí me gustase de
verdad, porque entonces se armaría una buena. A mí me daría un ataque de mal genio y
tiraría por los aires unas pocas cosas que no me gustasen.
       Recordando ahora aquel viaje nocturno en tren, me doy cuenta de que fue aquella
misma noche cuando empecé a hacerme mayor y a filosofar. Por cada cosa que uno gana tiene
que perder algo, de manera que lo mejor era ir acostumbrándose a ello, y sacar el mejor
partido posible.
       Mientras mi hermano y yo hablábamos de cómo íbamos a gastar el dinero cuando lo
tuviéramos, el revisor, orondo y tirando a calvo, entró en nuestro compartimento y contempló
admirativamente a mi madre de pies a cabeza, diciéndole finalmente:
       —Señora Patterson, dentro de quince minutos llegaremos a su destino.
      Pero ¿por qué la llamaba ahora «señora Patterson»?, me pregunté. Dirigí a Christopher
una mirada interrogadora, pero también él parecía sorprendido.
        Despertada bruscamente, con aire sobresaltado y desorientado, los ojos de mamá se
abrieron cuan grandes eran. Su mirada saltó del revisor, que se encontraba muy cerca, sobre
ella, a Christopher y a mí, y luego bajó, desesperada, a los gemelos dormidos. A continuación
sus ojos parecieron a punto de llenarse de lágrimas, y buscó su bolso para sacar un pañuelo
de papel con el que secarse delicadamente los ojos. Luego oímos un suspiro tan hondo, tan
lleno de pena, que mi corazón empezó a latir a un ritmo nervioso.
      —Sí, muchas gracias —dijo mamá al revisor, que seguía mirándola lleno de aprobación
y admiración—, no se preocupe, estaremos listos.


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—Señora —insistió el hombre, sumamente preocupado y mirando su reloj de bolsillo—,
son las tres de la madrugada. ¿Habrá alguien en la estación esperándoles?
      Dirigió su mirada inquieta a Christopher y a mí, y luego a los gemelos dormidos.
      —No se preocupe —le tranquilizó mamá.
      —Señora, es que ahí fuera está muy oscuro.
      —Sería capaz de ir a mi casa con los ojos cerrados.
      El paternal revisor no quedó satisfecho con esta contestación.
      —Señora, hasta Charlottesville hay una hora de camino y usted y sus hijos se van a
encontrar solos en pleno descampado.
      No hay lo que se dice una sola casa a la vista.
      Para poner fin a tanta pregunta, mamá le respondió con su aire arrogante:
      —Alguien estará esperándonos.
      Era gracioso lo bien que se le daba el adoptar ese aire altivo, como quien se pone un
sombrero, y luego perderlo con la misma facilidad.
      Llegamos a la estación en pleno descampado, y allí nos quedamos. No había nadie
esperándonos.
        como nos había advertido el revisor, no se veía una sola casa. Solos en plena noche,
lejos de todo indicio de civilización, nos despedimos con la mano del revisor, que estaba en el
peldaño de la portezuela del tren, cogido con una mano y diciéndonos adiós con la otra. Su
expresión mostraba bien claro que no le hacía ninguna gracia dejar a la «señora Patterson» y
su camada de cuatro niños adormilados esperando allí a que alguien llegara a recogerles en
coche. Miré alrededor y no vi más que un tejado mohoso de hojalata sostenido por cuatro
postes de madera, y debajo un banco verde desvencijado. Ésta era nuestra estación. No nos
sentamos en aquel banco, sino que nos estuvimos allí, en pie, viendo desaparecer el tren en la
oscuridad y oyendo su único silbido triste que nos llamaba, como deseándonos buena suerte y
felicidad.
       Estábamos rodeados de prados y campos. Desde los tupidos bosques en el fondo, más
allá de la «estación», se oía algo que hacía un ruido extraño. Me sobresalté y di media vuelta
para ver lo que era, y esto hizo reírse a Christopher.
      —¡Si no era más que una lechuza! ¿Creíste que era un fantasma?
        —Vamos, dejad eso —nos advirtió mamá en tono cortante—. Y tampoco tenéis por qué
hablar tan bajo. No hay nadie por aquí. Ésta es una comarca campesina, casi no hay más que
vacas lecheras. Mirad alrededor. No veréis más que campos de trigo y de cebada, y algo de
avena. Los granjeros de por aquí proveen de productos agrícolas a la gente rica que vive en la
colina.
       Había muchas colinas, todas ellas parecidas a colchas de remiendos abultadas, con
árboles que subían y bajaban como dividiéndolas en parcelas. Centinelas de la noche, los llamé
yo, pero mamá nos dijo que todos aquellos árboles, tan numerosos, en filas rectas, servían de
protección contra el viento, y además, contenían los ventisqueros, que aquí eran numerosos. Y
estas palabras eran las más a propósito para que Christopher se sintiera muy excitado, porque
le encantaban los deportes de invierno de todas clases y nunca se le había ocurrido pensar que
en un Estado del Sur como Virginia pudieran caer fuertes nevadas.
       —Sí, desde luego que nieva aquí —explicó mamá—. Ya veréis si nieva. Estamos en las
laderas de las Montañas Azules, y aquí llega a hacer mucho, pero que mucho frío, aunque en
verano los días suelen ser calurosos. Las noches, sin embargo, son siempre bastante frías
como para tener que ponerse por lo menos una manta en la cama. Ahora mismo, si hubiera
salido el sol, veríais qué paisaje más maravilloso, un verdadero disfrute para la vista. Nos
queda mucho camino hasta llegar a mi casa, y tenemos que llegar allí antes del amanecer, que
es cuando se levantan los criados.
      —¡Qué cosa más extraña!
      —¿Por qué? —pregunté—. ¿Por qué le dijiste al revisor que te llamara señora Patterson?
      —Cathy, no te lo voy a explicar ahora, no tenemos tiempo; debemos andar deprisa.
      Se inclinó, para recoger las dos maletas más pesadas, y dijo con voz firme que
teníamos que seguirla. Christopher y yo tuvimos que llevar en brazos a los gemelos, que


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estaban demasiado adormilados para andar, o siquiera para intentarlo.
       —Mamá! —grité, cuando hubimos andado unos pasos,—Al revisor se le olvidó darnos
tus dos maletas!
       —No, no te preocupes, Cathy —replicó mamá, sin aliento, como si con las dos maletas
que llevaba bastase para poner a prueba sus fuerzas—. Le dije al revisor que llevase mis dos
maletas hasta Charlottesville y las dejara allí en consigna para recogerlas yo mañana por la
mañana.
       —¿Y por qué lo hiciste? —preguntó Christopher, con voz tensa.
      —Pues para empezar, porque ya ves que no podría llevar cuatro maletas yo sola, y,
además, porque quiero tener la oportunidad de hablar con mi padre antes de que se entere de
que tengo cuatro hijos. Y no parecería normal llegar a casa en plena noche después de quince
años de ausencia, ¿no te parece?
       Parecía razonable, efectivamente, porque, como los gemelos se negaban a andar, la
verdad era que ya teníamos bastante con lo que llevábamos. Nos pusimos en marcha, detrás
de nuestra madre, por terreno desigual, siguiendo senderos apenas visibles entre rocas y
árboles y maleza que nos desgarraban la ropa. Anduvimos mucho, mucho tiempo.
       Christopher y yo nos sentíamos cansados, irritables, y los gemelos parecían cada vez
más pesados, y llegamos a sentir los brazos doloridos. Era una aventura que estaba ya
empezando a perder emoción. Nos quejamos, gruñimos, nos rezagamos, nos sentamos a
descansar. Queríamos volver a Gladstone, a nuestras camas, con nuestras cosas, donde
estaríamos mejor que aquí, mejor que en aquella gran casa vieja, con criados y abuelos a
quienes ni siquiera conocíamos.
       —¡Despertad a los gemelos! —ordenó mamá, que había acabado por impacientarse de
nuestras quejas—. Que se pongan en pie y obligadles a andar, quieran o no.
      —Murmuró algo inteligible para sus adentros, contra el cuello de piel de la chaqueta,
pero que apenas pude captar—. Bien sabe Dios que harán bien en andar al aire libre ahora que
pueden.
       Sentí que un escalofrío de miedo me recorría la espalda.
      Eché una ojeada rápida a mi hermano mayor, para ver si había oído, precisamente en
el momento en que él volvía la cabeza para mirarme. Me sonrió, y yo le sonreí a mi vez.
       Mañana, cuando mamá llegase, a una hora razonable, en taxi iría a ver a su padre
enfermo y le sonreiría, y le hablaría, y él quedaría encantado, conquistado. Con una sola
mirada a su bello rostro y una sola palabra de su voz suave y bella, el anciano tendería los
brazos y le perdonaría todo lo que había hecho, lo que fuese, y que había sido la causa de su
«caída en desgracia».
       A juzgar por lo que ya nos había contado, su padre era un viejo quisquilloso y raro,
porque sesenta y seis años a mí me parecían una vejez increíble. Y un hombre que está al
borde de la muerte no puede guardar rencores contra el único hijo que le queda, una hija,
además, a la que en otros tiempos había querido muchísimo. Tendría que perdonarla, a fin de
poder irse, tranquilo y felizmente, a la tumba, sabiendo que había hecho lo que debía. Y
entonces, una vez que le tuviese dominado, mamá nos haría bajar a nosotros al dormitorio, y
nosotros, con nuestra mejor ropa y nuestra mejor conducta y maneras, le convenceríamos de
que no éramos ni feos ni verdaderamente malos, y nadie, lo que se dice nadie que tuviera
corazón, podría no quedar embelesado por los gemelos. Porque la gente de los centros
comerciales se detenía para acariciar a los gemelos y felicitar a nuestra madre por tener niños
tan bonitos. ¡Y ya veríamos en cuanto el abuelo se diese cuenta de lo listo y lo buen estudiante
que era Christopher! Y, aún más notable, no le hacía falta empollar, como a mí, porque todo lo
aprendía con facilidad. A sus ojos les bastaba con leer una página una o dos veces solamente
para que todo lo que había en ella quedase indeleblemente grabado en su cerebro, y no se le
olvidaba ya nunca más. La verdad era que le tenía envidia por ese don.
       También yo tenía un don. No era la moneda reluciente y brillante de Christopher, sino
mi manera de dar la vuelta a todo lo que relucía y encontrar la mancha, el fallo. Sólo habíamos
recibido un poco de información sobre aquel abuelo desconocido, pero, reuniendo las piezas,
ya me había hecho una idea de que no era el tipo de persona que perdona con facilidad, eso se
deducía en seguida del hecho de que hubiera renegado de su hija, antes tan querida, durante
quince años. Y, sin embargo, ¿era posible que fuese tan duro como para resistir todos los

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encantos zalameros de mamá, que eran muchos e irresistibles? Lo ponía en duda. La había
visto y oído engatusar a nuestro padre en cuestiones de dinero, y siempre era papá el que
tenía que acabar cediendo y adaptándose a ella. Con un solo beso, un abrazo, una caricia
suavecita, papá se volvía todo sonriente y animado, y decía que sí, que, de la manera que
fuese, se las arreglarían para pagar todas las cosas caras que mamá había estado comprando.
       —Cathy —dijo Christopher—, haz el favor de no poner esa cara de preocupación. Si
Dios no quisiera que la gente envejezca y enferme, y acabe muriéndose, no les dejaría seguir
teniendo hijos.
       Sentí que Christopher estaba mirándome, como si pudiera leer mis pensamientos, y me
sonrojé violentamente, mientras él sonreía lleno de ánimo. Era el perpetuo optimista contra
viento y marea, nunca sombrío, dubitativo y malhumorado, como me ocurría a mí con
frecuencia.
       Seguimos el consejo de mamá y despertamos a los gemelos. Los pusimos en pie,
diciéndoles que tendrían que hacer un esfuerzo y andar, estuvieran cansados o no. Fuimos
tirando de ellos, mientras se quejaban y lloriqueaban, con gemidos mocosos de rebelión.
      —No quiero ir a donde vamos —se lamentaba Carrie, llorosa.
      Cory se limitaba a gemir.
       —No me gusta ir por los bosques cuando es de noche —se lamentaba Carrie, tratando
de soltar su manita de la mía—. ¡Me voy a casa! ¡Anda, suéltame, Cathy!, ¡suéltame! Cory
gritaba cada vez más.
       Yo quería coger a Carrie de nuevo en brazos y llevarla así, pero los brazos me dolían
demasiado para hacer un nuevo esfuerzo. Entonces, Christopher soltó la mano de Cory y fue
corriendo a ayudar a mamá a llevar las dos pesadas maletas, de modo que me vi con dos
gemelos rebeldes, que no querían seguir adelante, tirando de ellos en plena oscuridad.
       El aire era fresco y cortaba. Aunque mamá decía que ésta era una zona de colinas, a mí
aquellas formas altas y sombrías en la lejanía me parecían más bien montañas. Levanté la
vista al cielo, y me pareció un cuenco profundo y vuelto del revés, de terciopelo azul marino,
reluciente todo él de copos de nieve cristalizados en lugar de estrellas, ¿o quizá serían
lágrimas de hielo que yo iba a llorar en el futuro? ¿Y por qué me daban la impresión de estar
mirándome desde arriba con pena, haciéndome sentirme pequeña como una hormiga,
abrumada, completamente insignificante? Era demasiado grande aquel cielo cerrado,
demasiado bello, y me llenaba de una extraña sensación agorera. Pero, a pesar de todo, me
daba cuenta de que, en otras circunstancias, hubiera sido posible que me encontrara a gusto
en un paisaje como aquél.
       Llegamos finalmente a un grupo de casas grandes y de muy buen aspecto arracimadas
en una ladera pendiente. Nos aproximamos furtivamente a la más grande y la mejor, con
mucho, de todas aquellas dormidas moradas de montaña. Mamá dijo en voz baja que la casa
de sus antepasados se llamaba Villa Foxworth, y tenía más de doscientos años.
      —¿Hay un lago cerca de aquí para patinar sobre hielo? —preguntó Christopher, fijándose
en el paisaje montañoso—. Aquí no se puede esquiar, hay demasiados árboles y rocas.
     —Sí —contestó mamá—. Hay un lago pequeño a unos cuatrocientos metros de distancia
—y señaló en la dirección donde se encontraba el lago.
       Dimos la vuelta a aquella enorme casa, casi de puntillas cuando nos vimos ante la
puerta de atrás, una señora vieja nos dejó entrar. Debía haber estado esperándonos, y por eso
nos vió venir porque abrió la puerta tan pronto que ni siquiera tuvimos que llamar. Fuimos
entrando silenciosamente, como ladrones en plena noche. La señora no pronunció una sola
palabra de bienvenida.
      Yo me pregunté si no sería alguna de las criadas.
       En cuanto nos vimos en el interior de la casa oscura, la señora nos hizo subir
apresuradamente por una escalera trasera, estrecha y empinada, sin permitirnos detenernos
siquiera un segundo para echar una ojeada a las habitaciones impresionantes de las que
apenas pudimos conseguir un vislumbre a nuestro paso silencioso y rápido. Pasamos por
muchos salones, junto a muchas puertas cerradas, y, finalmente, nos vimos ante una
habitación en que terminaba el pasillo; ella entonces abrió bruscamente una puerta y nos hizo
un ademán para que entráramos. Fue un alivio llegar al final de nuestro largo viaje nocturno, y


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vernos en un gran dormitorio, con una sola lámpara encendida. Las dos ventanas altas
estaban cubiertas con pesadas colgaduras semejantes a tapices. La vieja señora, vestida de
gris se volvió a nosotros y se puso a mirarnos, mientras cerraba la pesada puerta que daba al
exterior, apoyándose contra ella.
       Habló por fin, y yo me sobresalté:
       —Tenías razón, Corrine, tus hijos son preciosos.
       Estaba haciéndonos un cumplido que debiera dar calor a nuestros corazones, pero la
verdad es que a mí el mío me lo congeló. Su voz era fría e indiferente, como si nosotros no
tuviéramos oídos para oír ni mentes para comprender su desagrado, a pesar de lo halagüeño
de sus palabras. Y bien que tuve razón en pensar así, porque lo que dijo a continuación
confirmó esta reacción mía.
      —Pero ¿estás segura de que son inteligentes? ¿No tendrán alguna afección invisible,
que no se nota a la vista?
       —¡Ninguna! —gritó mamá, sintiéndose tan ofendida como yo—. Mis hijos no tienen
absolutamente nada malo, como puedes ver sin duda alguna, ¡tanto física como mentalmente!
       Miró hacia aquella vieja de gris y luego se agachó, sentándose sobre los talones, y se
puso a desnudar a Carrie, que estaba cayéndose de sueño. Yo me arrodillé ante Cory y le
desabroché la chaqueta azul, mientras Christopher levantaba una maleta y la ponía sobre una
de las grandes camas. La abrió y sacó de ella dos pares de pequeños pijamas amarillos, con
las perneras cerradas.
        Furtivamente, mientras ayudaba a Cory a quitarse la ropa y ponerse el pijama amarillo,
estudié a la mujer alta y grande, que, me imaginaba, sería nuestra abuela. Mientras la
examinaba de arriba abajo, en busca de arrugas y papada, me di cuenta de que no era tan
vieja como me había parecido al principio. Tenía el pelo áspero, de un color azul acero, echado
hacia atrás, dejando la frente al descubierto, en un estilo serio que le hacía los ojos algo largos
y como de gato. Tenía la cabellera tan tirante que se podía ver cómo tiraba cada pelo de la
piel, formando pequeñas eminencias irritadas, e, incluso en aquel momento, pude ver un pelo
liberarse de sus ataduras.
         La nariz era como el pico de un águila, los hombros anchos y la boca como una
cuchillada fina y torcida. Su vestido, de tafetán gris, tenía un broche de diamantes en la
garganta de un cuello alto y severo. Nada, en ella, daba la impresión de suavidad o
flexibilidad; incluso su pecho parecía hecho de dos colinas de cemento. No había que andarse
con bromas con ella, como con nuestros padres.
       No me cayó simpática. Quería irme a casa. Los labios me tamblaban. Quería que papá
volviese a la vida. ¿Cómo era posible que una mujer así hubiese hecho a una persona tan
preciosa y dulce como nuestra madre? ¿De dónde habría heredado nuestra madre su belleza,
su alegría? Me estremecí, y traté de contener las lágrimas que me rebosaban los ojos. Mamá
nos había advertido de antemano sobre un abuelo áspero, indiferente, implacable, pero la
abuela que había preparado nuestra llegada se nos presentaba como una sorpresa dura y
desconcertante. Contuve las lágrimas, temerosa de que Christopher las viera y se burlase de
mí más tarde. Pero, para tranquilizarme, nuestra madre sonreía cálidamente, mientras
levantaba a Cory, vestido con el pijama, y lo dejaba en una de las grandes camas y luego a
Carrie a su lado. Tenían un aspecto realmente simpático, allí echados, como dos muñecas de
mejillas sonrosadas. Mamá se inclinó sobre los gemelos y cubrió de apretados besos sus
mejillas enrojecidas, y su mano echó tiernamente hacia atrás los rizos que les caían sobre la
frente, arropándolos bien luego hasta que la colcha quedó debajo de sus barbillas.
       Pero los gemelos ni siquiera se enteraron, porque ya estaban profundamente dormidos.
       Impávida como un árbol de raíces bien firmes, a pesar de todo, la abuela estaba
evidentemente descontenta. Miró a los gemelos, acostados en una cama, y luego a Christopher
y a mí, muy juntos. Estábamos cansados, medio apoyándonos el uno en el otro. En sus ojos de
un gris pétreo brilló una intensa desaprobación. Su mirada era ceñuda y penetrante,
inamovible, y mamá pareció comprenderla, aunque yo no. El rostro de mamá se sonrojó
violentamente cuando la abuela dijo:
       —Los dos niños mayores no pueden dormir juntos en la misma cama.
      —¡Pero si son pequeños! —replicó mamá, con insólita energía—. Madre, la verdad es
que no has cambiado absolutamente nada, y sigues siendo tan recelosa y malpensada como

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  • 1. V.C. ANDREWS FLORES EN EL ATICO Traducción de Jesús Pardo PLAZA & JANES EDITORES, S.A. DEBOLSILLO
  • 2. Título original: Flowers in the Attic Diseño de la portada: Depto. de Diseño del Grupo Editorial Plaza & Janés Fotografía de la portada: © SuperStock Primera edición: abril, 2001 © 1979, Virginia Andrews Bailarina, letra de Bob Russel y música de Carl Sigman, Editores TRO-the Cronwell Music, Inc. & Harrison Music (ASCAP). Reimpreso con permiso. © de la traducción: Jesús Pardo © 1981, Plaza & Janés editores, S. A. Edición de bolsillo: Nuevas Ediciones de Bolsillo, S. L. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Printed in Spain — Impreso en España ISBN: 84-8450-506-5 (vol. 182/1) Depósito legal: B. 18.335 - 2001 Impreso en Litografía Rosés, S. A. Progrés, 54-60. Gavá (Barcelona) P 805065
  • 3. ÍNDICE LISTA DE PERSONAJES...................................................................... PRIMERA PARTE............................................................................... PRÓLOGO........................................................................................ ADIÓS, PAPÁ................................................................................... EL CAMINO DE LAS RIQUEZAS........................................................... LA CASA DE LA ABUELA..................................................................... EL ÁTICO......................................................................................... LA IRA DE DIOS............................................................................... LO QUE CONTÓ MAMÁ....................................................................... MINUTOS COMO HORAS.................................................................... CÓMO HACER CRECER UN JARDÍN...................................................... VACACIONES................................................................................... LA FIESTA DE NAVIDAD..................................................................... LA EXPLORACIÓN DE CHRISTOPHER Y SUS CONSECUENCIAS................. EL LARGO INVIERNO, LA PRIMAVERA Y EL VERANO............................... SEGUNDA PARTE.............................................................................. CRECIENDO EN ALTURA Y EN PRUDENCIA............................................ UN VISLUMBRE DEL PASADO.............................................................. UNA TARDE DE LLUVIA...................................................................... ENCONTRAR UN AMIGO..................................................................... MAMÁ, POR FIN................................................................................ LA SORPRESA DE NUESTRA MADRE..................................................... MI PADRASTRO................................................................................ MARCA LOS DÍAS EN AZUL, PERO RESERVA UNO PARA MARCARLO EN NEGRO......................................................................................... LA FUGA.......................................................................................... FINES, PRINCIPIOS........................................................................... EPÍLOGO.........................................................................................
  • 4. LISTA DE PERSONAJES Christopher FOXWORTH, conocido como Do-LLANGANGER, hijo de Alicia Foxworth y hermanastro de Malcolm Foxworth. Corinne FOXWORTH/DOLIANGANGER, esposa y sobrina de Christopher. Christopher DOLIANGANGER, hijo mayor de Christopher y Corinne. Catherine DOLLANGANGER, hija de Christopher y Corinne. Carrie y Cory DOLLANGANGER, gemelos, hijos de Christopher y Corinne. Olivia FOXWORTH, madre de Corinne. Malcolm FOXWORTH, padre de Corinne. Bart WINSLOW, pretendiente de Corinne. Mickey, un ratoncillo.
  • 5. PRIMERA PARTE ¿Acaso dice la arcilla a su alfarero: Qué haces? ISAÍAS, 45-9
  • 6. PRÓLOGO Es muy propio el atribuir a la esperanza el color amarillo, como el sol que raras veces veíamos. Y al ponerme a copiar del viejo Diario que escribí durante tanto tiempo para estimular la memoria, me viene a la mente un título, como fruto de la inspiración: Abre la ventana y ponte al sol. Y, sin embargo, dudo en asignárselo a mi historia, porque pienso que somos algo más que flores en el ático. Flores de papel. Nacidos con tan vivos colores, ajándonos, cada vez más desvaídos, a lo largo de todos esos días interminables, penosos, sombríos, de pesadilla, cuando nos tenía presos la esperanza, y cautivos la codicia. Pero nunca pudimos teñir de color amarillo ni siquiera una sola de nuestras flores de papel. Charles Dickens solía empezar con frecuencia sus novelas con el nacimiento del protagonista, y, como era uno de mis escritores favoritos, y también de Chris, yo solía imitar su estilo lo máximo posible, en la medida de mis fuerzas. Pero Dickens fue un genio, nacido para escribir sin dificultad, mientras que yo, cada palabra que escribo, la escribo con lágrimas, con mala sangre, con amarga bilis, bien mezclado todo ello con vergüenza y culpabilidad. Pensaba que hubiese sido mejor no sentir nunca vergüenza o culpabilidad, que esos sentimientos eran pesos que otros debían soportar. Han pasado los años y ahora soy más vieja y más prudente, y estoy mejor dispuesta también a aceptar lo que me depare el futuro. La tempestad de ira que una vez estalló en mi interior ha ido cediendo, de manera que ahora ya puedo escribir, espero, con veracidad y con menos odio y prejuicio de lo que habría sido posible hace unos años. De manera que, como Charles Dickens, en esta obra de «imaginación» me ocultaré a mí misma detrás de un nombre supuesto, y viviré en lugares falsos, y pediré a Dios que los que deberían haberse sentido fulminados cuando leyeron lo que tengo que decir, apenas se sientan heridos, y, ciertamente, Dios, en su infinita misericordia, hará que algún editor comprensivo imprima mis palabras, haciendo con ellas un libro, y me ayude a contar toda la terrible verdad. ADIÓS, PAPÁ Cuando era joven, al principio de los años cincuenta, creía que la vida entera iba a ser como un largo y esplendoroso día de verano. Después de todo, así fue como empezó. No puedo decir mucho sobre nuestra primera infancia, excepto que fue muy agradable, cosa por la cual debiera sentirme eternamente agradecida. No éramos ricos, pero tampoco pobres. Si nos faltó alguna cosa, no se me ocurre qué pudo haber sido; si teníamos lujos, tampoco podría decir cuáles fueron sin comparar nuestra vida con la de los demás, y en nuestro barrio de clase media nadie tenía ni más ni menos que nosotros. Es decir que, comparando unas cosas con otras, nuestra vida era la de unos niños corrientes, de tipo medio. Nuestro padre se encargaba de las relaciones públicas de una gran empresa que fabricaba computadoras, con sede en Gladstone, estado de Pennsylvania, con una población de doce mil seiscientos dos habitantes. Nuestro padre tenía mucho éxito en su trabajo, porque su jefe venía con frecuencia a comer a casa y alababa mucho el trabajo que papá parecía realizar tan bien. «Es ese rostro tuyo, tan norteamericano, sano, abrumadoramente guapo, y esos modales tan llenos de encanto lo que conquista a la gente. Santo cielo, Chris, ¿qué persona
  • 7. normal podría resistirse a un hombre como tú?» Y yo le daba la razón, con todo entusiasmo. Nuestro padre era perfecto. Medía un metro noventa de estatura, pesaba ochenta y dos kilos, y su pelo era espeso y de un rubio intenso, y justamente lo bastante ondulado para resultar muy atractivo; sus ojos eran azul cielo y estaban llenos de vida y buen humor. Su nariz era recta, ni demasiado larga ni demasiado estrecha ni demasiado gruesa. Jugaba al tenis y al golf como un profesional, y nadaba con tanta frecuencia que se mantenía atezado durante todo el año. Siempre estaba viajando en avión a California, Florida, Arizona o Hawai, o incluso al extranjero, por motivos de trabajo, mientras nosotros nos quedábamos en casa, al cuidado de nuestra madre. Cuando volvía a casa y entraba por la puerta principal, todos los viernes por la tarde (solía decir que le horrorizaba la idea de estar separado de nosotros más de cinco días seguidos), aunque estuviera lloviendo o nevando, el sol parecía brillar de nuevo en cuanto él nos dedicaba su gran sonrisa feliz. —¡hala, venid a besarme, si me quereís de verdad! Mi hermano y yo solíamos escondernos cerca de la puerta principal, y, en cuanto oíamos su saludo, salíamos corriendo de detrás de una silla, o del sofá para lanzarnos en su brazos abiertos de par en par, que nos recibían y nos levantaban inmediatamente. Nos apretaba con fuerza contra su pecho y nos calentaba los labios con sus besos. El viernes era el mejor de los días, porque nos devolvía a papá, para estar con nosotros. En los bolsillos de su traje encontrábamos pequeños regalos, pero en la maleta guardaba los regalos más grandes, que nos iba entregando uno a uno en cuanto saludaba a nuestra madre, que solía esperar pacientemente en el fondo, hasta que hubiera terminado con nosotros. Después de recibir los regalos, Christopher y yo nos apartábamos a un lado para ver acercarse a mamá despacio con una sonrisa de bienvenida que hacía brillar los ojos de papá, quien la tomaba en sus brazos y la miraba fijamente al rostro, como si por lo menos hiciera un año que no la veía. Los viernes, mamá se pasaba todo el día en el salón de belleza arreglándose el pelo y las uñas; y luego volvía a casa y tomaba un largo baño de agua perfumada. Yo me introducía en su cuarto para verla salir del baño envuelta en un batín transparente; entonces, ella se sentaba ante su tocador a maquillarse cuidadosamente. Y yo, deseosa de aprender, iba absorbiendo todo cuanto la veía hacer para convertirse, de la mujer bonita que era, en un ser tan sorprendentemente bello que no parecía real. Lo más asombroso era que nuestro padre estaba convencido de que no se había maquillado, y pensaba que mamá era una impresionante belleza natural. La palabra querer se derrochaba en nuestra casa: «¿Me queréis? Yo a vosotros os quiero muchísimo. ¿Me echasteis de menos? ¿Os alegráis de verme otra vez en casa? ¿Pensasteis en mí estos días?, ¿todas las noches? ¿Estuvisteis inquietos y desasosegados, deseando que volviera con vosotros? —Nos abrazaba—. Mira, Corrine, que si no fuese así a lo mejor preferiría morirme.» Y mamá sabía contestar muy bien a estas preguntas: con sus ojos, con susurros llenos de suavidad, y con besos. Un día, Christopher y yo volvíamos corriendo del colegio, mientras el viento invernal nos empujaba, haciéndonos entrar más rápidamente en la casa. —¡Hala, quitaos las botas y dejadlas en el recibidor! —nos gritó mamá desde el cuarto de estar, donde la veía sentada ante la chimenea, haciendo un jersey de punto que parecía para una muñeca. Pensé que sería un regalo de Navidad para alguna de mis muñecas. Y quitaos los zapatos antes de entrar aquí —añadió. Nos quitamos las botas, los abrigos de invierno y los gorros en el recibidor, y luego entramos corriendo, en calcetines, en el cuarto de estar, con su gruesa alfombra blanca. Aquel cuarto, de color pastel, decorado para acentuar la belleza suave de mi madre, nos estaba prohibido a nosotros casi siempre. Era nuestro cuarto de visitas, el cuarto de nuestra madre, y nunca nos sentimos verdaderamente cómodos en el sofá cubierto de brocado color albaricoque o en las sillas de terciopelo. Preferíamos el cuarto de papá, con sus paredes de artesonado oscuro y su sofá de resistente tela escocesa a cuadros, donde podíamos revolcarnos y jugar, sin preocuparnos nunca de estropear nada. —¡Fuera hiela , mamá! —exclamé, sin aliento, echándome a sus pies y acercando las
  • 8. piernas al fuego—. Pero el trayecto hasta casa, en bicicleta, fue precioso, con los árboles resplandecientes de pedacitos de hielo que parecían diamantes, y prismas de cristal en las matas. Parece un paisaje de hadas, mamá no me gustaría nada vivir en el Sur, donde nunca nieva. Christopher no hablaba del tiempo y de su congelada belleza. Tenía dos años y cinco meses más que yo, y era mucho más sensato que yo; eso lo sé ahora. Se calentaba los pies helados igual que yo, pero tenía la vista fija en el rostro de mamá y sus cejas oscuras se fruncían de inquietud. También yo levanté la vista hacia ella, preguntándome qué vería Christopher para sentir tal preocupación. Mamá estaba haciendo punto con rapidez y seguridad, aunque de vez en cuando echaba una ojeada a las instrucciones. —Mamá, ¿te encuentras bien? —preguntó Christopher. —Sí, claro que sí —respondió ella con una sonrisa suave y dulce. —Pues a mí me parece que estás cansada. Dejó a un lado el diminuto jersey. —Fui a ver al médico hoy —dijo, inclinándose hacia adelante para acariciar la mejilla sonrosada y fría de Christopher. —Mamá —exclamó mi hermano—, ¿es que estás enferma? Ella rió suavemente; luego pasó sus dedos largos y finos por entre los rizos revueltos y rubios y musitó: —Christopher Dollanganger, no te hagas el tonto. Ya te he visto mirarme lleno de recelo. Le cogió la mano, y también una de las mías, y se llevó las dos a su vientre protuberante. —No sentís nada? —preguntó, con aquella mirada secreta y feliz de nuevo en su rostro. Rápidamente, Christopher apartó la mano, al tiempo que su rostro enrojecía. Pero yo dejé la mía donde estaba, sorprendida, esperando. —¿Qué notas tu, Cathy? Contra mi mano, bajo el vestido, sucedía algo extraño. Pequeños y leves movimientos agitaban su carne. Levanté la cabeza y la miré a la cara, y aún recuerdo lo bella que estaba, como una madonna de Rafael. —Mamá, se te revuelve la comida, o es que tienes gases. La risa hizo brillar sus ojos azules, y me instó a que adivinara otra vez. Su voz era dulce y algo inquieta al anunciarnos la noticia. —Queridos, voy a tener un niño a principios de mayo. La verdad es que, cuando me visitó hoy el médico, me dijo que él oía los latidos de dos corazones. Eso quiere decir que voy a tener gemelos... o quizá trillizos, Dios no lo quiera. Ni siquiera vuestro padre lo sabe todavía, de modo que no le digáis nada hasta que yo pueda hablar con él. Desconcertada, miré de reojo a Christopher para ver cómo recibía la noticia. Parecía pensativo y todavía turbado. Miré de nuevo el bello rostro de mamá, iluminado por el fuego. De pronto, me levanté de un salto y salí corriendo del cuarto. Me lancé de bruces en la cama y me puse a lanzar gritos, al mismo tiempo que lloraba a raudales. ¡Niños, dos o más! ¡Allí no había más niño que yo! No quería niños lloriqueando, gimoteando, ocupando mi lugar. Lloré, golpeando las almohadas, deseando dañar algo, o a alguien. Luego me incorporé y pensé en escapar de casa. Alguien llamó suavemente a la puerta cerrada con llave. —Cathy —dijo mamá—, ¿puedo entrar y hablar contigo de este asunto? —¡Vete de aquí! —grité—. ¡Odio tus niños! Sí, de sobra sabía lo que me esperaba; yo, la de en medio, la de quien los padres menos se cuidan. A mí me olvidarían y ya no habría más regalos de los viernes. Papá no pensaría más que en mamá, en Christopher, y en esos odiosos niños que me iban a apartar a un lado.
  • 9. Papá vino a verme aquella tarde, poco después de regresar a casa. Yo había dejado la puerta abierta, por si acaso quería verme. Le miré la cara de reojo, porque le quería mucho. Parecía triste, y tenia en la mano una gran caja envuelta en papel de plata, coronada por un enorme lazo de satén rosa. —¿Qué tal ha estado mi Cathy? —preguntó en voz baja, mientras le miraba por debajo del brazo—. No has acudido corriendo a saludarme cuando llegué. Ni me has preguntado qué tal estoy, ni siquiera me has mirado. Cathy, no sabes cuánto me duele cuando no sales corriendo a recibirme y darme besos. No le contesté, y él entonces vino a sentarse al borde de la cama. —¿Quieres que te diga una cosa? Pues que es la primera vez en tu vida que me has mirado de esta manera, echando fuego por los ojos. Éste es el primer viernes que no has acudido corriendo a saltar a mis brazos. Es posible que no me creas, pero no me siento revivir hasta que estoy en casa los fines de semana. Haciendo pucheros, me negué a rendirme. A él ya no le hacía falta. Tenía a su hijo, y, encima, montones de niños llorones a punto de llegar. A mí me olvidaría en medio de la multitud. —Te voy a decir algo más —añadió él, observándome fijamente—: Yo solía creer, quizá tontamente, que si venía a casa los viernes y no os traía regalos a ti ni a tu hermano..., bueno, pues, a pesar de todo, pensaba yo, los dos saldríais corriendo a recibirme y darme la bienvenida. Creía que me queríais a mí, y no a mis regalos. Pensaba, equivocadamente, que había sido un buen padre y que vosotros siempre tendríais un sitio para mí en vuestro corazón, incluso si mamá y yo teníamos una docena de hijos. —Hizo una pausa, suspiró, y sus ojos azules se oscurecieron__. Creía que mi Cathy sabía que seguiría siendo mi niña querida, aunque sólo fuera porque había sido la primera. Le eché una mirada airada, herida, ahogándome. —Pero si ahora mamá tiene otra niña, tú le dirás a ella lo mismo que me estás diciendo a mí. —¿Lo crees así? —Sí —gemí, me sentía tan dolida que habría podido gritar de celos: «A lo mejor hasta la quieres más que a mí, porque será pequeña y más mona.» —Es posible que la quiera tanto como a ti, pero no más. —Abrió los brazos y ya no pude resistir más. Me lancé a sus brazos y me agarré a él como a una tabla de salvación—. ¡Ssssssh! —me tranquilizó, mientras yo continuaba llorando—. No llores, no tengas celos, nadie va a dejar de quererte. Y, otra cosa, Cathy, los niños de carne y hueso tienen mucha más gracia que las muñecas. Tu madre no va a poder cuidarlos a todos; así que no tendrá más remedio que pedirte que la ayudes, y cuando no esté yo en casa, me sentiré tranquilo pensando que tu madre tiene una hija tan buena que hará todo lo que pueda por hacer su vida más fácil y más cómoda para todos. —Sus cálidos labios se apretaban contra mi mejilla, húmeda de lágrimas—. Vamos, mira, abre la caja y dime qué te parece lo que hay dentro. Primero tuve que darle una docena de besos en la cara, y abrazos muy efusivos para compensarle por la inquietud que le había causado. En aquel bonito paquete había una caja de música de plata, fabricada en Inglaterra. La música sonaba al tiempo que una bailarina, vestida de rosa, daba vueltas lentamente una y otra vez ante un espejo. —Sirve también de joyero —explicó papá, poniéndome en el dedo un anillo con una piedra roja que, según me dijo, se llamaba granate—. En cuanto lo vi, me dije que tenía que ser para ti. Y con este anillo prometo querer para siempre a mi Cathy y siempre un poco más que a ninguna otra hija, siempre y cuando ella nunca se lo cuente a nadie. Y llegó un soleado martes de mayo y papá estaba en casa. Durante dos semanas, papá había permanecido dando vueltas por la casa, esperando a que llegasen los niños. Mamá parecía irritable, incómoda, y la señora Bertha Simpson se hallaba en la cocina, preparándonos las comidas y cuidando de Christopher y de mí con una sonrisa bobalicona. Era la más concienzuda de nuestras vecinas. Vivía al lado, y decía constantemente que papá y mamá parecían hermanos más que marido y mujer. Era una persona sombría y gruñona, que raras veces decía algo amable a nadie. Y estaba cociendo berzas; a mí las berzas no me gustaban en absoluto.
  • 10. Hacia la hora de la cena, papá llegó corriendo al comedor a decirnos a mí y a mi hermano que tenía que llevar a mamá al hospital. —Pero no os preocupéis, porque todo saldrá bien. Tened cuidado con la señora Simpson, y haced vuestros deberes; a lo mejor, dentro de unas horas sabréis si tenéis hermanos o hermanas... o uno de cada. No regresó hasta la mañana siguiente. Estaba sin afeitar, parecía cansado y tenía el traje arrugado, pero nos sonrió lleno de felicidad. —¿A que no adivináis? ¿Niños o niñas? —nos preguntó. —¡Niños! —gritó Christopher, que quería dos hermanos a quienes enseñar a jugar al fútbol. Yo quería niños también... nada de niñas que le robaran el cariño de papá a su primera hija. —Pues son un niño y una niña —explicó papá, con orgullo—. Son las cositas más lindas que os podéis imaginar. Vamos, vestios y os llevaré en el coche a que los veáis. Yo le seguí, de morros, aún sin ganas de mirar, incluso cuando papá me levantó en volandas para que pudiera ver a través del cristal de la sala de recién nacidos, a los dos bebés que una enfermera tenía en sus brazos. Eran diminutos, y sus cabezas como manzanas pequeñas, y sus pequeños puños rojos se agitaban en el aire. Uno de ellos gritaba como si le estuvieran pinchando con alfileres. —Vaya —suspiró papá, besándome en la mejilla y apretándome mucho—, Dios ha sido bueno conmigo al enviarme otro hijo y otra hija, tan guapos los dos como la primera parejita. Yo me decía que les odiaría a los dos, sobre todo al gritón, llamado Carrie, que chillaba y berreaba diez veces más fuerte que el otro, Cory, silencioso. Era prácticamente imposible dormir como Dios manda por la noche con los dos al otro lado del recibidor, o sea, enfrente de mi cuarto. Y, sin embargo, a medida que comenzaron a crecer y sonreír, y sus ojillos a brillar cuando los cogía a los dos en brazos en su cuarto, algo cálido y maternal corregía la envidia de mis ojos. No pasó mucho tiempo sin que comenzara a volver corriendo a casa para verlos, jugar con ellos, cambiarles los pañales y darles el biberón, y subírmelos a los hombros para ayudarles a eructar después de las comidas. Desde luego, eran más divertidos que las muñecas. No tardé en darme cuenta de que los padres tienen en el corazón sitio suficiente para más de dos hijos, y que yo también lo tenía para querer a aquellos dos, incluso a Carrie, que era tan mona como yo, y a lo mejor hasta más. Crecieron rápidamente, como la mala hierba, decía papá, aunque mamá les miraba a veces con inquietud, porque decía que no crecían tan rápidamente como lo habíamos hecho Christopher y yo. Esto se lo dijo al médico, quien la tranquilizó enseguida, asegurándole que con frecuencia los gemelos eran más pequeños que los niños nacidos solos. —Ya ves —dijo Christopher—, los médicos lo saben todo. Papá levantó la vista del periódico que estaba leyendo y sonrió. —Lo dijo el médico, pero nadie lo sabe todo, Chris. Papá era el único que llamaba Chris a mi hermano mayor. Nuestro apellido era un tanto raro, y muy difícil de aprender a escribir: Dollanganger. Y como éramos todos rubios, color lino, de tez clara (excepto papá, siempre tan atezado), Jim Johnston, el mejor amigo de papá, nos puso de mote «los muñecos de Dresde», porque decía que nos parecíamos a esas figuras de porcelana tan bonitas que adornan las baldas de las rinconeras y las repisas de las chimeneas. Enseguida, todos los vecinos, comenzaron a llamarnos «los muñecos de Dresde», y, ciertamente, resultaba más fácil de pronunciar que Dollanganger. Cuando los gemelos cumplieron cuatro años y Christopher catorce, yo acababa de cumplir los doce, y entonces hubo un viernes muy especial. Era el trigésimo sexto cumpleaños de papá, y decidimos prepararle una fiesta para darle una sorpresa. Mamá parecía una princesa de cuento de hadas, con su pelo recién lavado y peinado. Sus uñas relucían de barniz color perla, y su vestido largo, como de noche, era de un suavísimo color claro, mientras su collar de perlas se agitaba al andar ella de un sitio a otro, preparando la mesa del comedor de manera que resultase todo lo perfecta que debía estar para la fiesta del cumpleaños de papá. Los regalos estaban apilados, muy altos, sobre el aparador. 0
  • 11. Iba a ser una fiesta íntima, reducida a la familia y a los amigos más allegados. —Cathy —dijo mamá, echándome una rápida ojeada—, ¿quieres hacer el favor de ir a ver cómo están los gemelos? Los bañé a los dos antes de acostarlos, pero, en cuanto se levantaron, salieron corriendo a jugar en la arena y ahora necesitarán otro baño. Fui encantada. Mamá estaba demasiado elegante para ponerse a bañar a dos niños sucios de cuatro años, pues las Salpicaduras echarían a perder el peinado, las uñas y el precioso vestido. —Y cuando acabes de bañarlos, tú y Christopher os bañaréis también. Tú, Cathy, te pondrás el vestido rosa tan bonito, y te rizarás el pelo. Y tú, Christopher, nada de vaqueros, quiero que te pongas una camisa de vestir y corbata, y la chaqueta sport azul claro, y los pantalones color crema. —¡Qué fastidio, mamá, con lo poco que me gusta ponerme elegante! —se quejó él, arrastrando los zapatos de suela de goma y frunciendo el ceño. —Haz lo que te digo, Christopher, aunque sólo sea por tu padre. Ya sabes lo mucho que hace él por ti, y lo menos que puedes hacer tú a cambio es que se sienta orgulloso de su familia. Christopher se marchó refunfuñando, mientras yo corría al jardín a buscar a los gemelos, que en cuanto me vieron se pusieron a chillar. —¡Un baño al día es suficiente! —gritaba Carrie—. ¡Ya estamos bien limpios! ¡Márchate! ¡No nos gusta el jabón! ¡No nos gusta que nos laven el pelo! ¡No nos lo hagas otra vez, Cathy, o iremos a decírselo a mamá! —¡Conque ésas tenemos! —repliqué yo—. ¿Y quién creéis que me mandó aquí a limpiar a esta pareja de monstruitos sucios? ¡Santo cielo! ¿Cómo es posible ponerse tan sucio en tan poco rato! En cuanto su piel desnuda entró en contacto con el agua caliente y los dos patitos amarillos de goma y los botes de goma comenzaron a flotar y ellos dos a salpicarme de agua de arriba abajo, se sintieron lo bastante contentos como para dejarse bañar, enjabonar y poner su mejor ropa. Porque, después de todo, iban a asistir a una fiesta, y, a pesar de todo, era viernes y papá estaba a punto de llegar a casa. Primero le puse a Cory un bonito traje blanco con pantalones cortos. Cory, curiosamente, era más limpio que su hermana. Sin embargo, por mucho que lo intentaba, no conseguía domar aquel terco mechón de pelo; le caía siempre a la derecha, como un rabito de cerdo, y Carrie, por raro que parezca, se obstinaba en ponerse el pelo igual que el de su hermano. Cuando, finalmente, conseguí verlos vestidos, los dos parecían un par de muñecos vivos. Entonces se los pasé a Christopher, advirtiéndole que no los perdiese de vista. Ahora me tocaba a mí el turno de vestirme. Los gemelos lloraban y se quejaban, mientras yo me bañaba a toda prisa, me lavaba el pelo y me lo enrollaba en bigudíes. Eché una ojeada desde la puerta del cuarto de baño y vi que Christopher estaba haciendo lo posible por distraer a los gemelos leyéndoles un cuento. —Eh —dijo Christopher, cuando por fin salí, con mi vestido rosa, el de los volantes fruncidos—, la verdad es que no estás nada mal. —¿Nada mal? ¿Eso es todo lo que se te ocurre? —Para una hermana, nada más. —Echó una ojeada a su reloj de pulsera, cerró de golpe el libro de cuentos, cogió a los gemelos de sus manos gordezuelas, y gritó—: ¡Papá está a punto de llegar, llegará en cosa de minutos, date prisa, Cathy! Dieron las cinco y pasaron, y aunque seguíamos esperando, no veíamos el Cadillac verde de nuestro padre acercarse por la calzada en curva que conducía a nuestra casa. Los invitados, sentados en el cuarto de estar, trataban de mantener una conversación animada, mientras mamá paseaba nerviosamente por el cuarto. Por lo general, papá llegaba a casa a las cuatro, y a veces incluso antes. Dieron las siete, y continuábamos esperando. La excelente y sabrosa comida estaba secándose, por llevar demasiado tiempo en el 1
  • 12. horno. Las siete era la hora en que acostumbrábamos acostar a los gemelos, que estaban cada vez más hambrientos, adormilados e irritados, preguntando con insistencia qué pasaba. —¿Cuándo llega papá? —repetían. Sus vestidos blancos no parecían ya tan virginales. El pelo de Carrie, suavemente ondulado, comenzaba a rebelarse y parecía agitado por el viento. La nariz de Cory empezó a gotear y él a secársela una y otra vez con el revés de la mano, hasta que tuve que acudir corriendo con un pañuelo de papel a limpiarle el labio superior. —Bueno, Corrine —bromeó Jim Johnston—, es evidente que Chris ha encontrado otra mujer de bandera. Su mujer le dirigió una mirada furiosa por haber dicho una cosa de tan pésimo gusto. A mí, el estómago me gruñía, y empezaba a sentirme tan inquieta como parecía mamá. Continuaba, dando vueltas por la habitación y acercándose a la gran ventana para mirar. —¡Eh! —grité, al ver un coche que entraba en nuestra calzada, flanqueada de árboles—. A lo mejor es papá, que llega ya. Pero el coche que se detuvo ante nuestra puerta era blanco, no verde. Y encima tenía una de esas luces rojas giratorias, y en un lado se leía POLICÍA DEL ESTADO. Mamá sofocó un grito cuando dos policías de uniforme azul se acercaron a la puerta principal de nuestra casa y tocaron el timbre. Parecía congelada. La mano le temblaba al llevársela a la garganta; el corazón le salía casi por los ojos, oscureciéndoselos. En mi corazón, sólo de observarla, despuntaba algo siniestro y espantoso. Fue Jim Johnston quien abrió la puerta e hizo entrar a los dos policías, que miraban alrededor nerviosamente, dándose cuenta sin duda de que aquélla era una reunión de cumpleaños. Les bastaba con mirar el comedor y ver la mesa, preparada para una fiesta, los globos colgados de la araña y los regalos que había sobre el aparador. —¿Señora Dollanganger? —preguntó el más viejo de los dos, mirando a las mujeres, una a una. Mamá hizo un rígido ademán. Yo me acerqué a ella, como también Christopher. Los gemelos estaban en el suelo, jugando con unos cochecitos y mostrando muy poco interés por la inesperada llegada de los policías. El hombre de uniforme, de aspecto amable y con el rostro muy rojo, se acercó a mamá: —Señora Dollanganger —comenzó con una voz monótona que, inmediatamente, me llenó el corazón de temor—, lo sentimos muchísimo pero ha ocurrido un accidente en la carretera de Greenfield. —¡Oh...! —suspiró mamá, tendiendo las manos para estrecharnos a Christopher y a mí. Yo sentía temblar todo su cuerpo igual que temblaba yo. Mis ojos estaban como hipnotizados por los botones de bronce del uniforme; no conseguía apartar la vista de ellos. —En el accidente se vio implicado también su marido, señora Dollanganger —continuó el policía. De la garganta sofocada de mamá escapó un largo suspiro. Se tambaleó y habría caído de no ser porque Chris y yo la sostuvimos. —Hemos interrogado ya a unos motoristas que vieron el accidente y, desde luego, no fue en absoluto culpa de su marido, señora Dollanganger —seguía recitando la voz del policía, sin mostrar emoción alguna—. Según nuestra versión del accidente, del que ya hemos informado, había un Ford azul que no hacía más que entrar y salir del carril izquierdo, según dicen el conductor iba borracho, y que chocó de frente contra el coche de su marido. Pero, al parecer, su marido se dio cuenta a tiempo, porque se desvió para evitar un choque frontal, pero una pieza caída de otro coche, o de un camión, le impidió completar su acertada maniobra de cambio de carril, que habría salvado su vida. Lo cierto es que el coche de su marido, que era mucho más pesado, dio varias vueltas de campana, y aún así habría podido salvarse, pero un camión que no pudo parar chocó también de lleno con su coche, y el Cadillac dio varias vueltas más... y entonces... se incendió. Nunca he visto una habitación tan llena de gente en que tan rápidamente reinara un 2
  • 13. espeso silencio. Hasta los gemelos dejaron de jugar y se dedicaron a mirar fijamente a los dos policías. —¿y mi marido? —susurró mama, cuya voz, de tan débil, apenas resultaba audible—. No está... no está... muerto, ¿verdad? —Señora —declaró el policía de la cara roja, muy solemnemente—, no sabe usted cuánto lamento tener que darle tan malas noticias, y precisamente en un día como parece ser éste. — Se detuvo un momento y miró alrededor, lleno de turbación—. Lo siento muchísimo, señora... todo el mundo hizo lo humanamente posible, pero a pesar de todo fue imposible sacarle... No obstante, señora... resultó, en fin, resultó muerto instantáneamente, según dice el médico. Alguien que estaba sentado en el sofá lanzó un grito. Mamá no gritó. Sus ojos se volvieron sombríos, oscuros, como distantes. La desesperación le dejó el bello rostro sin su radiante colorido; se diría que se había convertido en una máscara. Yo la miraba fijamente, tratando de decirle con los ojos que nada de aquello podía ser verdad. ¡No, papá no estaba muerto! ¡No, mi papá no estaba muerto! ¡No podía estar muerto... no, no era posible! La muerte era para la gente vieja, para las personas enfermas... no para alguien tan querido y tan necesario y tan joven. Y, sin embargo, mi madre estaba allí... con el rostro ceniciento, las manos como estrujando invisibles ropas mojadas, y, a cada segundo que pasaba, sus ojos se hundían más y más en el rostro. Me eché a llorar. —Señora, tenemos unas cosas suyas que saltaron del coche al primer choque. Hemos recuperado todo cuanto nos fue posible. —¡Vayanse de aquí! —le grité al policía—. ¡Vayanse de aquí! ¡No es mi papá! ¡Estoy segura de que no es mi papá! Se ha parado en alguna tienda a comprar un helado y llegará de un momento a otro. ¡Vayanse de aquí! —Me lancé contra el policía y le golpeé en el pecho. El hombre trató de mantenerme a distancia y Christopher se acercó también y tiró de mí. —Por favor —pidió el policía—. ¿No podría alguien hacerse cargo de esta niña? Los brazos de mi madre me rodearon los hombros, y me acercó a ella, apretándome. Los invitados murmuraban, emocionados, y susurraban; la comida comenzaba a oler a quemado en el horno. Esperaba que alguien llegara de pronto y me cogiese de la mano y me dijese que Dios no se llevaba la vida de un hombre como mi padre, pero nadie se acercaba a mí. Sólo Christopher se acercó, me rodeó la cintura con el brazo, y así nos encontramos los tres juntos: mamá, Christopher y yo. Fue Christopher quien, finalmente, hizo un esfuerzo para hablar, y su voz sonó extraña, ronca: —¿Están completamente seguros de que era nuestro padre? Si el Cadillac verde se incendió, el conductor tuvo que quedar muy quemado, puede ser otra persona, no papá. Gemidos hondos, ásperos, brotaron de la garganta de mamá, como desgarrándola, pero a sus ojos no asomó una sola lágrima. ¡Ella sí lo creía! ¡Creía que aquellos hombres decían la verdad! Los invitados, que habían venido tan elegantemente vestidos a la fiesta de cumpleaños, nos rodearon, pronunciando esas frases consoladoras que dice la gente cuando la verdad es que no hay nada que decir. —No sabes cuánto lo sentimos, Corrine, estamos verdaderamente horrorizados... Es terrible. —¡Que le haya pasado una cosa tan horrible a Chris! —Nuestros días en este mundo están contados; así es la vida, desde el mismo momento en que nacemos, nuestros días están contados. Y así continuaron, lentos, como el agua se filtra en el cemento. Papá estaba muerto de verdad. Ya nunca más le veríamos vivo. Sólo le veríamos en un ataúd, tendido en una caja que acabaría hundiéndose en la tierra, con una lápida de mármol con su nombre y el día de su nacimiento, y el día de su muerte. 3
  • 14. Todos iguales, excepto el año. Miré alrededor, para ver lo que hacían los gemelos, que no tenían por qué sentir lo que yo sentía. Alguien había tenido la amabilidad de llevárselos a la cocina, y allí estaba preparándoles algo de comer antes de meterlos en la cama. Mis ojos y los de Christopher se encontraron. Él parecía tan sumido en la misma pesadilla que yo, su joven rostro aparecía pálido y conmocionado; una expresión vacía de dolor ensombrecía sus ojos. Uno de los policías había ido al coche, y ahora volvía con un paquete de cosas que fue colocando cuidadosamente sobre la mesa del cuarto de estar. Observé, como congelada, aquella exposición de todos los objetos que papá solía llevar en los bolsillos: un monedero de piel de lagarto que le había regalado mamá para Navidad; su bloc de notas y su agenda, de cuero los dos; su reloj de pulsera; su anillo de boda. Todo ello ennegrecido y chamuscado por el humo y el fuego. Lo último que sacó fueron los animales de juguetes, de bonitos colores, que traía papá para Cory y Carrie, hallados, según nos dijo el policía de la cara colorada, esparcidos por la carretera. Un elefante azul de felpa, con orejas de terciopelo rosa, que, sin duda, era para Carrie. Y, después, lo más triste: la ropa de papá, que había saltado de la maleta al romperse el portaequipajes. Yo conocía aquellos trajes, aquellas camisas, corbatas, calcetines. Vi la corbata que yo misma le había regalado en su cumpleaños anterior. —Alguien tendrá que identificar el cadáver —dijo el policía. Entonces me rendí a la evidencia. Era verdad, nuestro padre nunca volvía a casa sin regalos para nosotros, aun cuando fuese en su propio cumpleaños. Salí corriendo de la habitación, salí huyendo de aquellas cosas esparcidas que me desgarraban el corazón y me infundían un dolor mayor que cualquier otro dolor de los que había sentido hasta entonces. Salí huyendo de la casa al jardín de atrás, y allí golpeé con los puños un viejo arce lo golpeé hasta que los puños comenzaron a dolerme y la sangre a manar de muchas pequeñas heridas; entonces me tiré de bruces contra la hierba y empecé a llorar, lloré diez océanos de lágrimas, por papá, que debería estar vivo. Lloré por nosotros, que, ahora, tendríamos que seguir viviendo sin él. Y por los gemelos, que no habían llegado a tener la oportunidad de darse cuenta de lo maravilloso que era, o, mejor dicho, que había sido. Y cuando ya no me quedaron más lágrimas, y mis ojos estaban hinchados y rojos y me dolían de tanto frotármelos, escuché pasos suaves que se acercaban, los de mi madre. Se sentó sobre la hierba, a mi lado, y me cogió la mano entre las suyas. Un trozo de luna en cuarto menguante brillaba en el cielo, y millones de estrellas también, y la brisa soplaba suavemente cargada de recientes fragancias primaverales. —Cathy —dijo mamá, al cabo de un rato, cuando el silencio entre ella y yo se había alargado ya tanto que parecía no ir a acabar nunca—, tu padre está en el cielo, mirándote, y bien sabes lo que le gustaría que fueses valiente. —¡No está muerto, mamá! —repliqué con vehemencia. —Llevas bastante tiempo aquí, en el jardín, y probablemente no te das cuenta de que ya son las diez. Alguien tenía que identificar el cadáver de papá, y aunque Jim Johnston se ofreció a hacerlo, evitándome así a mí ese dolor, no podía dejar de verle con mis propios ojos, porque te aseguro que también a mí me costaba creerlo. Tu padre está muerto, Cathy. Christopher está en la cama, llorando, y los gemelos, dormidos, no se dan cuenta totalmente de lo que quiere decir «muerto». Me rodeó con los brazos, acunándome la cabeza con el hombro. —Anda, ven —dijo, levantándose y levantándome, sin dejar de sujetarme la cintura con el brazo—: Llevas demasiado tiempo aquí fuera. Pensé que estarías en la casa con los otros, y los otros creían que estabas en tu cuarto o conmigo. No sirve de nada estar sola cuando te sientes abandonada. Mucho mejor es estar con gente y compartir tu pena, y no tenerla encerrada dentro. Dijo esto con los ojos secos, sin derramar una sola lagrima. Pero en su interior estaba llorando, gritando. Se lo notaba en el tono de voz, en la profunda desolación que traslucían sus ojos. 4
  • 15. Con la muerte de papá comenzó una pesadilla a cernerse sobre nuestros días. Yo miraba a mamá con reproche, pensando que debiera habernos preparado con tiempo para una cosa como aquélla, porque nunca habíamos tenido animales que, de pronto, se nos muriesen, enseñándonos así algo sobre lo que se pierde a causa de la muerte. Alguien, alguna persona mayor, debiera habernos advertido que los que son jóvenes y encantadores, los que son necesarios, a veces mueren también. Pero ¿cómo decir estas cosas a una madre que parecía como si el destino estuviese haciéndola pasar por el agujero que deja, al desprenderse, un nudo en una tabla de madera, y sacándola de él toda delgada y plana? ¿Era posible hablar francamente con alguien que no quería hablar, ni comer, ni cepillarse el pelo, ni ponerse los bonitos vestidos que atestaban su armario ropero? Y tampoco quería atender a nuestras necesidades. Menos mal que las amables vecinas venían a ocuparse de nosotros, y nos traían comida que habían preparado en sus casas. Nuestra casa estaba llena hasta rebosar de flores, comida casera, jamones, panecillos calientes, pasteles y empanadas. Toda la gente que había querido, admirado y respetado a nuestro padre llegaba en manadas, por lo que estaba sorprendida de lo conocido que era. Y, sin embargo, me sentía irritada cada vez que alguien venía a preguntar cómo había muerto y a decir que era una lástima que una persona tan joven muriese así, cuando tanta gente inútil e incapaz seguía viviendo año tras año, como un verdadero estorbo para la sociedad. Por todo lo que había oído y adivinado, era evidente que el destino es cruel segador, nunca amable, con muy poco respeto por los que son amados y necesarios. Los días de la primavera pasaron, e hizo su aparición el verano. Y el dolor, por mucho que uno tratase de alimentar sus quejidos, tiende siempre a ir diluyéndose, y la persona llorada, tan real, tan querida, va convirtiéndose en una sombra confusa, levemente inasequible a la vista. Un día, mamá estaba sentada, tan triste que se diría que había olvidado hasta cómo sonreír. —Mamá —le dije, sonriente, esforzándome por animarla—, voy a hacer como si papá estuviera vivo todavía, que se ha marchado a otro de sus viajes de negocios, y que no tardará en volver y entrar a grandes pasos por la puerta, y que nos llamará, igual que solía hacer: «Venid a saludarme con besos, si me queréis», y entonces, ¿a que sí?, nos sentiremos todos mejor, sin falta, como si estuviera vivo en alguna parte, vivo donde no podemos verle, pero de donde podemos esperar que vuelva en el momento menos pensado. —No, Cathy —repuso mamá—, tienes que aceptar la verdad. No trates de buscar consuelo en la ficción, ¿me oyes? Tu padre está muerto, y su alma ha subido al cielo, y a tu edad ya debieras darte cuenta de que nadie ha vuelto nunca jamás del cielo. En cuanto a nosotros, nos las arreglaremos lo mejor que podamos sin él, pero eso no quiere decir que vayamos a escapar a la realidad sin enfrentarnos con ella. La vi levantarse de la cama y comenzar a sacar cosas del frigorífico para el desayuno. —Mamá...—empecé de nuevo, tanteando cuidadosamente el camino, a fin de que no volviese a enfadarse—, ¿podremos arreglárnoslas sin él? —Yo haré lo que esté en mi mano para que todos salgamos adelante —replicó, con voz apagada y como aplanada. —¿Tendrás que ponerte a trabajar ahora, como la señora Tohnston? . —tal vez, quizá no sea preciso. La vida esta llena de sorpresas, Cathy, y algunas de ellas son desagradables, como has podido comprobar. Pero, recuerda, tú por lo menos tuviste la gran suerte de disfrutar durante casi doce años de un padre que te consideraba como algo muy importante. —Porque me parezco a ti —repliqué, sintiendo aun aquella envidia que siempre alimenté de sentirme como una segundona junto a ella. Me miró un momento, sin dejar de pasar revista al contenido del repleto frigorífico. —Te voy a decir una cosa, Cathy, que nunca te he dicho. Tú eres ahora muy parecida a como yo era a tu edad, pero tu personalidad no es como la mía. Tú eres mucho más agresiva, mucho más decidida. Tu padre solía decir que eras como su madre, y él quería mucho a su madre. —¿Es que todo el mundo no quiere mucho a su madre? 5
  • 16. —No —repuso ella, con una extraña expresión—. Hay madres a las que es imposible amar, porque no quieren que se las ame. Sacó tocino y huevos del frigorífico; luego se volvió hacia mí, para cogerme en sus brazos. —Querida Cathy, tu padre y tú teníais una relación muy íntima, y me figuro que le echarás de menos mucho más precisamente por eso, más que Christopher, o que los gemelos. Lloré con desconsuelo contra su hombro. —¡Odio a Dios por habérselo llevado, debiera haber esperado a que fuese viejo! Papá no estará con nosotros cuando yo sea bailarina y Christopher, médico. Ahora que se ha ido ya nada parece tener importancia. —A veces —replicó ella, con voz tensa—, la muerte no es tan terrible como piensas. Tu padre nunca envejecerá ni se volverá achacoso. Seguirá siempre joven, y tú lo recordarás siempre así: joven, guapo, fuerte. No llores más, Cathy, porque, como tu padre solía decir, siempre hay alguna razón para todo y una solución para cualquier problema, y yo estoy esforzándome por hacer las cosas lo mejor posible. Eramos cuatro niños que avanzábamos a ciegas por entre los pedazos de nuestro dolor y nuestra privación. Jugábamos en el jardín, tratando de hallar consuelo en la luz del sol, sin darnos cuenta en absoluto de que nuestras vidas muy pronto iban a cambiar de manera tan drástica y tan dramática, que palabras como «jardín» se convertirían para nosotros en sinónimo de cielo, y en algo igual de remoto. Una tarde, poco después del funeral de papá, Christopher y yo estábamos en el jardín con los gemelos. Estos, sentados en la playa que les habíamos hecho con arena, jugaban con palas y cubos, pasando interminablemente arena de un cubo a otro, charlando sin cesar en la extraña jerga que sólo ellos entendían. Cory y Carrie eran gemelos fraternos más bien que idénticos, y, sin embargo, formaban como una sola unidad, muy compenetrados el uno con el otro. Habían construido un muro en torno a sí, convirtiéndose de esta manera en defensores y guardianes de su despensa llena de secretos. Se sentían el uno al otro, y con eso estaban contentos. Pasó la hora de cenar. Teníamos miedo de que ahora hasta las comidas fuesen suprimidas, de manera que, sin esperar siquiera a que la voz de mamá nos llamase, cogimos las manos regordetas de los gemelos y los llevamos con nosotros a la casa. Allí encontramos a mamá sentada ante el escritorio grande de papá; estaba escribiendo lo que parecía ser una carta muy difícil, a juzgar por el número de hojas de papel empezadas y descartadas. Escribía a mano, con el ceño fruncido, deteniéndose constantemente para levantar la cabeza y mirar al espacio. —Mamá —dije—, son casi las seis, y los gemelos están empezando a tener hambre. —Un momento, un momento —pidió ella, distraída—; estoy escribiendo a tus abuelos, que viven en Virginia. Los vecinos nos han traído comida para una semana. Haz el favor de poner un poco de carne en el horno, Era la primera comida que casi hacía yo sola. Ya había puesto la mesa, y la carne estaba calentándose, y la leche servida, cuando mamá, por fin, vino a ayudarme. Daba la impresión de que mamá tenía cartas que escribir y sitios a donde ir todos los días desde la muerte de nuestro padre, dejándonos al cuidado de la vecina de al lado. Por la noche, mamá se sentaba ante el escritorio de papá abría un libro de cuentas verde y se dedicaba a revisar montones de cuentas. Ya nada era agradable, nada. A menudo, mi hermano y yo bañábamos a los gemelos, les poníamos el pijama y los metíamos en la cama; entonces, Christopher se iba corriendo a su cuarto a estudiar, mientras yo me acercaba a mi madre, en busca de algún medio de hacer que la felicidad volviese a brillar en sus ojos. Unas semanas más tarde, llegó una carta en respuesta a las muchas que mamá había escrito a sus padres, en Virginia. Inmediatamente, mamá empezó a llorar, antes incluso de abrir el grueso sobre color crema estaba llorando. Lo abrió torpemente, con una plegadera, y, con manos temblorosas, desplegó tres hojas de papel, leyendo la carta entera tres veces. Mientras la leía, las lágrimas resbalaban lentamente por sus mejillas, manchándole el maquillaje con largas listas pálidas y relucientes. Nos había hecho venir del jardín en cuanto recogió el correo del buzón que había junto 6
  • 17. a la puerta, y ahora estábamos los cuatro sentados en el sofá del cuarto de estar. Veía su suave rostro claro de porcelana de Dresde, que iba transformándose en algo frío, duro, decidido. Sentí que un escalofrío me recorría la espina dorsal. A lo mejor era porque llevaba mirándonos largo tiempo, demasiado largo tiempo. Luego volvió a mirar la carta, que tenía en sus manos temblorosas, después a las ventanas, como si fuera a encontrar en ellas alguna respuesta a los problemas que la carta planteaba. Mamá estaba muy rara, y nos hacía a todos sentirnos intranquilos y estar insólitamente callados, porque ya estábamos bastante acobardados en aquel hogar sin padre, para que, además, se nos echara encima una carta de tres hojas que dejaba a mi madre muda y le ponía un brillo duro en la mirada. ¿Y por qué nos miraba de aquella manera tan extraña? Al fin, carraspeó y comenzó a hablar, pero su voz sonaba fría, completamente distinta a su tono habitual, suave y cálido: —Vuestra abuela ha contestado por fin a mis cartas —anunció con voz fría—, a todas esas cartas que le había escrito, y... bueno, pues que está de acuerdo. Dice que podemos ir a vivir con ella. ¡Buenas noticias! Justamente lo que llevábamos tanto tiempo esperando, y por eso deberíamos sentirnos contentos. Pero mamá cayó de nuevo en el mismo silencio caviloso y malhumorado, y continuaba sentada allí, mirándonos fijamente. ¿Qué le ocurría? ¿Es que no sabía que éramos de ella, y no cuatro hijos de cualquier otra persona, posados allí como pájaros en una cuerda de tender la ropa? —Christopher, Cathy, contáis ya catorce y doce años, y tenéis ya edad de comprender, y también tenéis edad de cooperar, y de ayudar a vuestra madre a salir de una situación desesperada. Hizo una pausa, se llevó aguadamente una mano a la garganta, tocándose las cuentas del collar, y suspiró hondo. Parecía al borde de las lágrimas, y yo me sentía muy triste, llena de compasión por la pobre mamá, sin marido. —Mamá —le dije—, ¿va todo bien? —Sí, naturalmente, queridita, claro que sí. —Trató de sonreír—. Tu padre, que en paz descanse, esperaba vivir hasta muy viejo, y así llegar a reunir una fortuna suficiente con su trabajo. Él era de una familia que sabía ganar dinero, y por eso yo no tenía la menor duda de que todo iba a salir como él quería, siempre y cuando hubiera tenido tiempo. Pero treinta y seis años no es edad para morir, y la gente tiende a pensar que no les va a pasar nunca nada a ellos, sólo a los demás. No pensamos en la posibilidad de un accidente, ni tampoco que vamos a morir jóvenes. La verdad es que vuestro padre y yo pensábamos que envejeceríamos juntos, y esperábamos ver a nuestros nietos antes de morir también juntos, el mismo día, de manera que ninguno de los dos se quedaría solo echando de menos al que murió antes. Volvió a suspirar. —Debo confesaros que vivíamos muy por encima de nuestros recursos actuales, y que habíamos confiado mucho en el futuro, gastando dinero antes de tenerlo en la mano. No le echéis la culpa a él, fue culpa mía. Él conocía bien la pobreza, pero yo no tenía la menor idea. Ya os acordáis de cómo solía reñirme. Bueno, cuando compramos la casa, por ejemplo, él decía que con tres dormitorios tendríamos bastante, pero yo quería cuatro. E incluso cuatro no me parecían suficientes. Fijaos, mirad a vuestro alrededor. Tenemos una hipoteca de treinta años sobre esta casa, y nada de lo que hay aquí nos pertenece realmente: ni los muebles... ni los coches, ni los electrodomésticos de la cocina o la lavadora. Nada, lo que se dice nada está terminado de pagar. ¿Sentimos miedo? ¿Nos asustamos? Ella hizo una pausa y su rostro se puso de un rojo vivo, mientras sus ojos pasaban revista al bello cuarto de estar que tan bien le iba a su belleza. Sus delicadas cejas se fruncieron con angustia. —Pero, aunque vuestro padre me reñía un poco, también él quería estas cosas. Me dejaba hacer porque me quería, y pienso que llegué a convencerle de que todos estos lujos eran absolutamente necesarios, y acabó por ceder, porque los dos teníamos una tendencia a satisfacer con demasiada facilidad nuestros caprichos. Ésta era otra de las cosas en que nos parecíamos. Su expresión se transformó, sumiéndose en solitaria reminiscencia; luego prosiguió, con la misma voz, que era como de otra persona: Y ahora, todas nuestras bellas cosas nos las 7
  • 18. van a quitar. Legalmente, esto se llama recuperación, y es lo que ocurre siempre que la gente no tiene dinero suficiente para terminar de pagar lo que ha comprado. Ese sofá, por ejemplo: hace tres años costó ochocientos dólares, y lo hemos pagado todo menos cien dólares, pero, a pesar de todo, se lo van a llevar, y perderemos todo lo que hemos pagado por todo lo que tenemos, y eso es perfectamente legal. No sólo perderemos los muebles, y la casa, sino también los coches, en fin, todo, excepto la ropa y los juguetes. Me permitirán quedarme con mi anillo de boda, y he escondido el anillo de pedida, que es de diamantes, de manera que tened cuidado de no contar a nadie que venga aquí a revisar las cosas que yo tenía un anillo de pedida. Ninguno de nosotros preguntó quiénes podrían venir. La verdad es que ni siquiera se me ocurrió preguntarlo. No era el momento. Y, más adelante, la cosa pareció perder importancia. Los ojos de Christopher buscaron los míos. Yo trataba a ciegas de comprender y me esforzaba por no sentirme ahogada por la comprensión. Me sentía hundirme, ahogándome en aquel mundo de las personas mayores, de muerte y deudas. Mi hermano alargó su mano y me cogió la mía, apretándome los dedos en un ademán de protección fraternal. ¿Acaso era yo un cristal de ventana, tan fácil de leer que hasta él, mi verdugo, se sentía inclinado a consolarme? Traté de sonreír para demostrarme a mí misma lo adulta que era, y, de esta manera, paliar la sensación de temblor y debilidad que estaba penetrándome ante la noticia de que aquella, gente, quienes fuesen, iba a quitárnoslo todo. No quería que ninguna otra niña viviese en mi bonita habitación rosa y menta, durmiera en mi cama, jugara con las cosas que yo quería: mis muñecas en miniatura, mi caja de música de plata de ley, con su bailarina rosa, ¿es que me iban a quitar también esas cosas? Mamá observó a mi hermano y a mí con gran interés, y volvió a hablar, con un asomo de su antigua dulzura en la voz: —no pongas esa cara de angustia, porque las cosas no están tan mal como yo las he expuesto. Tenéis que perdonarme por haber sido tan desconsiderada como para olvidarme de lo pequeños que sois todavía. Os he dado primero las malas noticias, guardando las buenas para el final. Bueno, pues ahora veréis, ahora viene lo bueno. No vais a creer lo que voy a contaros: ¡mis padres son ricos! No son ricos de clase media, sino ricos de clase alta, ricos, muy ricos, ¡escandalosa, increíble, pecaminosamente ricos! Viven en una casa grande y bella, en Virginia, una casa como nunca habéis visto en vuestras vidas. De sobra lo sé yo, que nací y crecí allí, cuando veáis esa casa, ésta os parecerá una cabaña en comparación con ella. ¿No os dije que vamos a vivir con ellos, con mis padres? Nos ofreció de esa forma este pequeño motivo de alegría, con una sonrisa débil y nerviosamente agitada, que no consiguió liberarme de las dudas que, con su actitud y lo que nos acababa de decir, me habían invadido. No me gustaba la manera con que sus ojos evitaban culpablemente los míos, escabullándose cada vez que trataba de mirarla. Pensé que estaba ocultando algo. Pero era mi madre. Y papá ya no estaba con nosotros. Cogí a Carrie y la senté en mi regazo, apretando su cuerpecito cálido contra el mío. Alisé los rizos dorados y húmedos que le caían sobre la frente redonda. Se le cerraban los párpados, y sus labios gruesos de rosa hacían pucheros. Eché una ojeada a Cory, que se apretaba contra Christopher. —Los gemelos están cansados, mami. Tienen que cenar. —Hay tiempo de sobra para cenar —me cortó ella, impaciente—, hay que hacer planes, y preparar el equipaje, porque esta noche tomaremos el tren. Los gemelos pueden comer mientras hacemos el equipaje. Toda vuestra ropa tiene que caber en dos maletas solamente, de modo que quiero que no os llevéis más que la ropa favorita, y los juguetes de los que no podáis separaros. Y un juego solamente. Ya os compraré juegos de sobra en cuanto estemos allí. Cathy, tú eliges la ropa y los juguetes que te parezca que prefieren los gemelos, pero sólo unas pocas cosas. No podemos llevarnos, en total, más que cuatro maletas, y a mí me hacen falta dos para mis cosas. ¡Vaya, de modo que la cosa iba de veras! Teníamos que irnos, abandonarlo todo, y yo tenía que meterlo todo en dos maletas solamente, y mi hermano y mi hermanita tendrían que compartirlas conmigo. Mi muñeca Ann, por sí sola, ocuparía media maleta, y, a pesar de esto, 8
  • 19. no podía dejarla, era mi muñeca más querida, la que me regaló papá cuando yo sólo tenía tres años. Me eché a llorar. Y así quedamos, con nuestros rostros llenos de angustia fijos en mamá. La hicimos sentirse terriblemente inquieta, porque se agitó y comenzó a pasear por el cuarto. —Ya os dije que mis padres son lo que se dice riquísimos. Nos dirigió a Christopher y a mí una mirada como aquilatando el efecto de esta información, y luego apartó el rostro, ocultándonoslo. —Mamá —preguntó Christopher—, ¿algo va mal? Me maravillé de que pudiera preguntar tal cosa cuando era evidente a más no poder que todo iba mal. Mamá continuó dando vueltas por el cuarto, sus piernas largas y bien formadas sobresalían por la abertura delantera de su fina bata negra. Incluso de luto, de negro, era bella: hasta sus ojos llenos de turbación y hundidos en sombras, todo. Era muy guapa, y yo la quería mucho, ¡santo cielo, cuánto la quería! Todos la queríamos mucho. Justamente enfrente del sofá, mamá dio media vuelta y la gasa negra de su bata se abrió como la falda de una bailarina, mostrando sus bellas piernas, desde los pies hasta las caderas. —Queridos —comenzó—, ¿qué podría pasar de malo viviendo en una casa tan bonita como la de mis padres? Yo nací allí, crecí allí, excepto los años en que me mandaron interna al colegio. Es una casa enorme, preciosa, y constantemente están añadiéndole nuevas habitaciones, aunque bien sabe Dios que ya tiene de sobra. Sonrió pero en su sonrisa había algo que parecía falso. —Sin embargo, hay una cosa, una cosa poco importante que tengo que deciros antes de que conozcáis a mi padre, vuestro abuelo —su voz, al decir esto, vaciló, y volvió a sonreírnos con la misma sonrisa extraña, oscura—, hace muchos años, cuando tenía dieciocho, hice una cosa muy grave, algo que mi padre encontró mal y que mi madre tampoco aprobó, pero ella no me iba a dejar nada, de manera que no cuenta. Pero, a causa de lo que hice, mi padre me borró de su testamento, de modo que, ya veis, estoy desheredada. Tu padre solía decir galantemente que yo «había caído en desgracia». Vuestro padre siempre se las arreglaba para ver el lado bueno de todo, y decía que le daba igual. ¿En desgracia? ¿Qué quería decir eso? Yo no podía imaginarme a mi madre haciendo algo tan malo que su propio padre se volviese contra ella llegando hasta privarle de las cosas que por derecho eran suyas. —Sí, mamá, comprendo perfectamente lo que quieres decir —intervino Christopher—. Hiciste algo que a tu padre le pareció mal, y, en vista de ello, aun cuando estabas incluida en su testamento, mandó a su abogado que te excluyera de él sin más, sin detenerse a pensarlo, de manera que ahora no heredarás ninguna de sus posesiones cuando él pase a mejor vida. Sonrió muy satisfecho de sí mismo porque sabía más que yo. Siempre sabía responder a todo. Siempre que estaba en casa tenía la nariz metida en un libro. Aunque, fuera, al aire libre, era tan salvaje y bruto como los demás chicos del vecindario, en casa, siempre lejos de la televisión, mi hermano mayor era un ratón de biblioteca. Como siempre, tenía razón. —Sí, Christopher. Nada de lo que tiene mi padre pasara a mí cuando él muera, o, a través de mí, a vosotros. Por eso tuve que escribir tantas cartas a casa en vista de que mi madre no me contestaba —volvió a sonreír, esta vez con amarga ironía—, pero, como soy la única heredera que le queda, espero poder volver a caer en gracia. Lo que pasa es que, en otros tiempos, yo tenía dos hermanos, pero los dos murieron en accidente, y ahora soy la única que queda para heredar. —Dejó de pasear nerviosamente por el cuarto, se llevó la mano a la boca, movió la cabeza y añadió, con una voz nueva, como de quien dice algo aprendido de memoria—: Es mejor que os diga otra cosa: vuestro verdadero apellido no es Dollanganger, sino Foxworth. Y Foxworth es un apellido muy importante en Virginia. —¡Mamá! —exclamé, escandalizada—. ¿Es legal cambiar de apellido y poner uno falso en las partidas de nacimiento ? 9
  • 20. La voz de mamá se llenó de impaciencia: —¡Por Dios bendito, Cathy, los apellidos se pueden cambiar legalmente, y el de Dollanganger, además, nos pertenece, más o menos! Tu padre lo tomó de unos lejanos antepasados suyos, le pareció que era un apellido divertido, una especie de broma, y, para lo que él quería, le venía muy bien. —¿Y qué era lo que quería? —pregunté—. ¿Por qué iba a querer papá cambiar un apellido como Foxworth, tan fácil de escribir, por otro largo y difícil como Dollanganger? —Cathy, estoy cansada —replicó mamá, dejándose caer en la silla más cercana—. Tengo mucho que hacer, muchos detalles legales que arreglar. No tardarás en enterarte de todo. Te lo explicaré todo, te aseguro que te seré completamente franca, pero, por favor, ahora déjame respirar tranquila. ¡Qué día aquél! Primero, nos enteramos de que aquella gente misteriosa venía a llevarse todas nuestras cosas, incluso nuestra casa, y luego, que ni siquiera nuestro apellido era verdaderamente nuestro. Los gemelos, arrebujados en nuestro regazo, estaban ya medio dormidos, y eran demasiado pequeños, además, para comprender aquellas cosas. Ni siquiera yo, a pesar de que tenía ya doce años y era casi una mujer, podía entender porqué motivo mamá no parecía verdaderamente contenta ahora que podía volver a casa de sus padres, a quienes hacía quince años que no veía. Abuelos secretos, a quienes nosotros creímos muertos hasta poco después del funeral de nuestro padre. Y hasta aquel día no nos enteramos tampoco de la existencia de dos tíos que habían muerto en accidente. Entonces me di cuenta bastante clara de que nuestros padres habían vivido plenamente sus vidas antes incluso de tener hijos, y que nosotros no éramos tan importantes después de todo. —Mamá —comenzó Christopher, lentamente—, tu bella y grandiosa casa de Virginia nos parece muy bien, pero a nosotros nos gusta más esto. Aquí tenemos a nuestros amigos, todo el mundo nos conoce, y yo, personalmente, te aseguro que no quiero mudarme. ¿Por qué no vas a ver al abogado de papá y le dices que vea la manera de que podamos seguir aquí, con nuestra casa y nuestros muebles? —Sí, mamá, por favor, es mejor que nos quedemos aquí —coincidí. Mamá se levantó rápidamente de la silla y se puso a dar grandes pasos por el cuarto. Cayó de rodillas ante nosotros, y sus ojos quedaban entonces a la altura de los nuestros. —Vamos a ver, escuchadme —pidió, cogiéndonos a mi hermano y a mí de la mano y apretándonos a los dos contra su pecho—. Yo lo he pensado también; he reflexionado sobre la manera de poder seguir aquí, pero es que no hay ningún remedio, en absoluto, porque no tenemos dinero para pagar los plazos mensuales, y yo no soy capaz de ganar un sueldo suficiente para mantener a cuatro niños y a mí. Miradme —suplicó, abriendo los brazos, de pronto parecía vulnerable, bella, impotente—, ¿sabéis lo que soy? Pues un bonito e inútil adorno que siempre pensó que tendría a su lado a un hombre que cuidase de ella. No sé hacer nada, ni siquiera sé escribir a máquina. Sé muy poco de cuentas. Sé bordar muy bien, bordado de aguja y también en estambre, pero ese tipo de habilidades no sirve para ganar dinero. Es imposible vivir sin dinero. No es el amor lo que hace girar al mundo, sino el dinero. Y mi padre tiene tanto dinero que no sabría qué hacer con él. Y no tiene más heredero vivo ahora que yo. En otros tiempos a mí me quería más que a sus dos hijos, de modo que no deberá ser difícil ahora recuperar su afecto. Entonces mandará llamar a su abogado y le dirá que ponga mi nombre en un testamento nuevo y lo heredaré todo. Tiene sesenta y seis años, y está al borde de la muerte a causa de una enfermedad cardíaca. A juzgar por lo que me escribió mi madre en hoja aparte, para que mi padre no lo leyese, a vuestro abuelo le quedan dos o tres meses de vida, como mucho. Eso me dará tiempo de sobra para hacer que vuelva a quererme como solía, y cuando muera, toda su fortuna será mía, ¡mía! ¡nuestra! Nos veremos libres para siempre de toda preocupación económica, libres de ir a donde queramos, libres de hacer lo que deseemos, libres de viajar, de comprar todo cuanto se nos antoje, ¡todo cuanto se nos antoje! Y no creáis que hablo de uno o dos millones, sino de muchos, muchos millones, a lo mejor, hasta miles de millones. La gente que tiene dinero en esas cantidades, a veces ni siquiera se da cuenta de lo que eso vale, porque lo tienen invertido en muchos negocios, y son dueños de muchas cosas, como bancos, líneas aéreas, hoteles, grandes almacenes, navieras. La verdad, no os dais cuenta del tipo de imperio que vuestro abuelo controla, incluso ahora que está al borde de la muerte. Tiene el genio de ganar dinero, todo lo que toca se le convierte en oro. 0
  • 21. Sus ojos refulgían. El sol entraba por las ventanas del cuarto de estar, desparramando ráfagas de luz diamantina sobre su cabellera. Ya parecía más rica que nadie. Pero mamá, mamá, ¿cómo había surgido todo aquello justamente después de la muerte de nuestro padre? —Christopher, Cathy, ¿estáis escuchándome, estáis usando vuestra imaginación? ¿Os dais cuenta de lo que se puede hacer con tantísimo dinero? ¡El mundo y todo cuanto contiene es vuestro! Con dinero se consigue poder influencia, respeto. Tened fe en mí. En seguida volveré a ganarme el corazón de mi padre. En cuanto me vuelva a ver y se dé cuenta de que estos quince años que llevamos separados han sido una pérdida de tiempo inútil. Es viejo, está enfermo, se pasa la vida en el primer piso, en un cuartito pequeño al otro lado de la biblioteca, y tiene enfermeras que cuidan de él día y noche, y criados que están atentos a sus menores deseos, y yo soy lo único que le queda, no tiene a nadie más que a mí. Hasta las enfermeras encuentran innecesario subir las escaleras, porque tienen su propio cuarto de baño en el primer piso. Una noche le haré aceptar la idea de conocer a sus cuatro nietos, y entonces bajaréis vosotros las escaleras, y entraréis en su cuarto, y él quedará encantado, encantado de lo que verán sus ojos: cuatro preciosos niños que son la perfección misma en todos sus detalles, y no tendrá más remedio que quereros, a cada uno de los cuatro. Creedme, la cosa saldrá bien, saldrá exactamente como os digo. Y os prometo que haré todo lo que me mande mi padre. Por mi propia vida, por todo cuanto considero sagrado y querido, o sea, por los hijos que hizo mi amor por vuestro padre, podéis creerme, os prometo que muy pronto seré la heredera de una fortuna que sobrepasa la imaginación, y, gracias a mí, todos vuestros sueños se harán realidad. Yo tenía la boca abierta de par en par. Estaba completamente dominada por su apasionamiento. Eché una ojeada a Christopher y le vi que miraba fijamente a mamá con ojos llenos de incredulidad. Los gemelos estaban ya al borde aterciopelado del sueño. No habían oído nada de todo aquello. íbamos a vivir en una casa tan grande y tan rica como un palacio. En aquel palacio tan grandioso, donde había criados atentos a nuestros menores deseos, seríamos presentados al rey Midas, que no tardaría en morir, y entonces nosotros tendríamos todo el dinero, y podríamos poner al mundo entero a nuestros pies, ¡íbamos a entrar en posesión de riquezas increíbles! ¡Yo sería exactamente igual que una princesa! Y, a pesar de todo, ¿por qué no me sentía verdaderamente contenta? —Cathy —dijo Christopher, dirigiéndome una sonrisa feliz, de oreja a oreja—, todavía podrás ser bailarina de ballet. No creo que el dinero sirva para comprar talento, o para convertir a un chico bien en médico, pero, cuando llegue el momento de ponernos a trabajar y ser gente seria, que nos quiten lo bailado. No podía llevarme la caja de música de plata de ley, con la bailarina rosa encima. La caja de música era cara, y había sido incluida en la lista como cosa de valor para compensar a «esa gente». No podía quitar de las paredes los estantes de mis muñecas, ni tampoco las muñecas de miniatura. Apenas podía llevarme nada de todo lo que papá me había regalado, excepto el pequeño anillo que llevaba en el dedo, con una piedra semipreciosa tallada en forma de corazón. Y, como decía Christopher, en cuanto fuéramos ricos, nuestras vidas serían como una larga fiesta. Así es como vive la gente rica, sin duda, felizmente, contando el dinero y haciendo planes divertidos. Diversiones, juegos, fiestas, riquezas increíbles, una casa grande como un palacio, con criados que vivían encima de un gran garaje donde se guardaban por lo menos nueve o diez coches caros. ¿Quién iba a creer que mi madre procedía de una familia así? ¿Por qué la reñía papá tanto por gastar dinero sin cuidado cuando a ella le habría bastado con escribir a su casa entonces, mendigando un poco, aunque fuese humillante? Bajé despacio al recibidor desde mi cuarto, y me quieta un momento ante la caja de música de plata, sobre la que mi bailarina rosa estaba en posición de arabesco al abrirse la tapa, de modo que podía verse a sí misma en el espejo. Y oí la música, que tocaba: «Gira, bailarina, gira...» Podía robarla, si tuviera algún sitio donde esconderla. Adiós, cuarto blanco y rosa de paredes color menta. Adiós, camita blanca con el cielo 1
  • 22. suizo de motas, que me había visto enferma de sarampión, paperas y viruelas. Adiós, otra vez adiós a ti, papá, porque cuando me vaya de aquí ya no podré imaginarte sentado a un lado de mi cama, cogiéndome la mano, ni te veré venir desde el cuarto de baño, con un vaso de agua. La verdad es que no me gusta irme de aquí, papá, preferiría quedarme y conservar tu recuerdo junto a mí. —Cathy —mamá me llamaba desde la puerta—, no te quedes ahí llorando. Una habitación no es más que eso, una habitación. Vivirás en muchas habitaciones antes de que te mueras, de manera que date prisa, recoge tus cosas y las de los gemelos, mientras yo hago mi equipaje. Antes de morirme viviré en mil habitaciones, o más, me susurraba una vocecita en el oído... y la creí. EL CAMINO DE LAS RIQUEZAS Mientras mamá hacía su equipaje, Christopher y yo metimos nuestra ropa en dos maletas, junto con unos pocos juguetes y un solo juego. En la media luz temprana del atardecer, un taxi nos llevó a la estación del ferrocarril. Nos habíamos marchado furtivamente, sin decir adiós ni siquiera a un solo amigo, y esto dolía. Yo no sabía por qué tenía que ser así, pero mamá insistía. Nuestras bicicletas se quedaron en el garaje, junto con todas las demás cosas que eran demasiado grandes para poder llevárnoslas. El tren avanzó pesadamente a través de una noche oscura y estrellada, camino del lejano Estado de Virginia. Pasamos por muchas ciudades y pueblos dormidos, y junto a granjas solitarias, de las que sólo se veían algunos dorados rectángulos de luz. Mi hermano y yo no queríamos dormirnos y perdernos todo aquello, y, además, ¡teníamos tantas cosas de que hablar! Sobre todo, hacíamos cábalas sobre la casa grandiosa, rica, en la que íbamos a vivir espléndidamente, comiendo en platos de oro y servidos por un mayordomo de librea. Y me imaginaba que tendría mi propia doncella para que me ayudara a quitarme la ropa, me preparara el baño, me cepillara el pelo y se pusiera firme ante una orden mía. Pero no sería demasíado severa con ella. Por el contrario, me mostraría suave, comprensiva, la clase de señora que todo criado desea; bueno, menos cuando rompiera algo que a mí me gustase de verdad, porque entonces se armaría una buena. A mí me daría un ataque de mal genio y tiraría por los aires unas pocas cosas que no me gustasen. Recordando ahora aquel viaje nocturno en tren, me doy cuenta de que fue aquella misma noche cuando empecé a hacerme mayor y a filosofar. Por cada cosa que uno gana tiene que perder algo, de manera que lo mejor era ir acostumbrándose a ello, y sacar el mejor partido posible. Mientras mi hermano y yo hablábamos de cómo íbamos a gastar el dinero cuando lo tuviéramos, el revisor, orondo y tirando a calvo, entró en nuestro compartimento y contempló admirativamente a mi madre de pies a cabeza, diciéndole finalmente: —Señora Patterson, dentro de quince minutos llegaremos a su destino. Pero ¿por qué la llamaba ahora «señora Patterson»?, me pregunté. Dirigí a Christopher una mirada interrogadora, pero también él parecía sorprendido. Despertada bruscamente, con aire sobresaltado y desorientado, los ojos de mamá se abrieron cuan grandes eran. Su mirada saltó del revisor, que se encontraba muy cerca, sobre ella, a Christopher y a mí, y luego bajó, desesperada, a los gemelos dormidos. A continuación sus ojos parecieron a punto de llenarse de lágrimas, y buscó su bolso para sacar un pañuelo de papel con el que secarse delicadamente los ojos. Luego oímos un suspiro tan hondo, tan lleno de pena, que mi corazón empezó a latir a un ritmo nervioso. —Sí, muchas gracias —dijo mamá al revisor, que seguía mirándola lleno de aprobación y admiración—, no se preocupe, estaremos listos. 2
  • 23. —Señora —insistió el hombre, sumamente preocupado y mirando su reloj de bolsillo—, son las tres de la madrugada. ¿Habrá alguien en la estación esperándoles? Dirigió su mirada inquieta a Christopher y a mí, y luego a los gemelos dormidos. —No se preocupe —le tranquilizó mamá. —Señora, es que ahí fuera está muy oscuro. —Sería capaz de ir a mi casa con los ojos cerrados. El paternal revisor no quedó satisfecho con esta contestación. —Señora, hasta Charlottesville hay una hora de camino y usted y sus hijos se van a encontrar solos en pleno descampado. No hay lo que se dice una sola casa a la vista. Para poner fin a tanta pregunta, mamá le respondió con su aire arrogante: —Alguien estará esperándonos. Era gracioso lo bien que se le daba el adoptar ese aire altivo, como quien se pone un sombrero, y luego perderlo con la misma facilidad. Llegamos a la estación en pleno descampado, y allí nos quedamos. No había nadie esperándonos. como nos había advertido el revisor, no se veía una sola casa. Solos en plena noche, lejos de todo indicio de civilización, nos despedimos con la mano del revisor, que estaba en el peldaño de la portezuela del tren, cogido con una mano y diciéndonos adiós con la otra. Su expresión mostraba bien claro que no le hacía ninguna gracia dejar a la «señora Patterson» y su camada de cuatro niños adormilados esperando allí a que alguien llegara a recogerles en coche. Miré alrededor y no vi más que un tejado mohoso de hojalata sostenido por cuatro postes de madera, y debajo un banco verde desvencijado. Ésta era nuestra estación. No nos sentamos en aquel banco, sino que nos estuvimos allí, en pie, viendo desaparecer el tren en la oscuridad y oyendo su único silbido triste que nos llamaba, como deseándonos buena suerte y felicidad. Estábamos rodeados de prados y campos. Desde los tupidos bosques en el fondo, más allá de la «estación», se oía algo que hacía un ruido extraño. Me sobresalté y di media vuelta para ver lo que era, y esto hizo reírse a Christopher. —¡Si no era más que una lechuza! ¿Creíste que era un fantasma? —Vamos, dejad eso —nos advirtió mamá en tono cortante—. Y tampoco tenéis por qué hablar tan bajo. No hay nadie por aquí. Ésta es una comarca campesina, casi no hay más que vacas lecheras. Mirad alrededor. No veréis más que campos de trigo y de cebada, y algo de avena. Los granjeros de por aquí proveen de productos agrícolas a la gente rica que vive en la colina. Había muchas colinas, todas ellas parecidas a colchas de remiendos abultadas, con árboles que subían y bajaban como dividiéndolas en parcelas. Centinelas de la noche, los llamé yo, pero mamá nos dijo que todos aquellos árboles, tan numerosos, en filas rectas, servían de protección contra el viento, y además, contenían los ventisqueros, que aquí eran numerosos. Y estas palabras eran las más a propósito para que Christopher se sintiera muy excitado, porque le encantaban los deportes de invierno de todas clases y nunca se le había ocurrido pensar que en un Estado del Sur como Virginia pudieran caer fuertes nevadas. —Sí, desde luego que nieva aquí —explicó mamá—. Ya veréis si nieva. Estamos en las laderas de las Montañas Azules, y aquí llega a hacer mucho, pero que mucho frío, aunque en verano los días suelen ser calurosos. Las noches, sin embargo, son siempre bastante frías como para tener que ponerse por lo menos una manta en la cama. Ahora mismo, si hubiera salido el sol, veríais qué paisaje más maravilloso, un verdadero disfrute para la vista. Nos queda mucho camino hasta llegar a mi casa, y tenemos que llegar allí antes del amanecer, que es cuando se levantan los criados. —¡Qué cosa más extraña! —¿Por qué? —pregunté—. ¿Por qué le dijiste al revisor que te llamara señora Patterson? —Cathy, no te lo voy a explicar ahora, no tenemos tiempo; debemos andar deprisa. Se inclinó, para recoger las dos maletas más pesadas, y dijo con voz firme que teníamos que seguirla. Christopher y yo tuvimos que llevar en brazos a los gemelos, que 3
  • 24. estaban demasiado adormilados para andar, o siquiera para intentarlo. —Mamá! —grité, cuando hubimos andado unos pasos,—Al revisor se le olvidó darnos tus dos maletas! —No, no te preocupes, Cathy —replicó mamá, sin aliento, como si con las dos maletas que llevaba bastase para poner a prueba sus fuerzas—. Le dije al revisor que llevase mis dos maletas hasta Charlottesville y las dejara allí en consigna para recogerlas yo mañana por la mañana. —¿Y por qué lo hiciste? —preguntó Christopher, con voz tensa. —Pues para empezar, porque ya ves que no podría llevar cuatro maletas yo sola, y, además, porque quiero tener la oportunidad de hablar con mi padre antes de que se entere de que tengo cuatro hijos. Y no parecería normal llegar a casa en plena noche después de quince años de ausencia, ¿no te parece? Parecía razonable, efectivamente, porque, como los gemelos se negaban a andar, la verdad era que ya teníamos bastante con lo que llevábamos. Nos pusimos en marcha, detrás de nuestra madre, por terreno desigual, siguiendo senderos apenas visibles entre rocas y árboles y maleza que nos desgarraban la ropa. Anduvimos mucho, mucho tiempo. Christopher y yo nos sentíamos cansados, irritables, y los gemelos parecían cada vez más pesados, y llegamos a sentir los brazos doloridos. Era una aventura que estaba ya empezando a perder emoción. Nos quejamos, gruñimos, nos rezagamos, nos sentamos a descansar. Queríamos volver a Gladstone, a nuestras camas, con nuestras cosas, donde estaríamos mejor que aquí, mejor que en aquella gran casa vieja, con criados y abuelos a quienes ni siquiera conocíamos. —¡Despertad a los gemelos! —ordenó mamá, que había acabado por impacientarse de nuestras quejas—. Que se pongan en pie y obligadles a andar, quieran o no. —Murmuró algo inteligible para sus adentros, contra el cuello de piel de la chaqueta, pero que apenas pude captar—. Bien sabe Dios que harán bien en andar al aire libre ahora que pueden. Sentí que un escalofrío de miedo me recorría la espalda. Eché una ojeada rápida a mi hermano mayor, para ver si había oído, precisamente en el momento en que él volvía la cabeza para mirarme. Me sonrió, y yo le sonreí a mi vez. Mañana, cuando mamá llegase, a una hora razonable, en taxi iría a ver a su padre enfermo y le sonreiría, y le hablaría, y él quedaría encantado, conquistado. Con una sola mirada a su bello rostro y una sola palabra de su voz suave y bella, el anciano tendería los brazos y le perdonaría todo lo que había hecho, lo que fuese, y que había sido la causa de su «caída en desgracia». A juzgar por lo que ya nos había contado, su padre era un viejo quisquilloso y raro, porque sesenta y seis años a mí me parecían una vejez increíble. Y un hombre que está al borde de la muerte no puede guardar rencores contra el único hijo que le queda, una hija, además, a la que en otros tiempos había querido muchísimo. Tendría que perdonarla, a fin de poder irse, tranquilo y felizmente, a la tumba, sabiendo que había hecho lo que debía. Y entonces, una vez que le tuviese dominado, mamá nos haría bajar a nosotros al dormitorio, y nosotros, con nuestra mejor ropa y nuestra mejor conducta y maneras, le convenceríamos de que no éramos ni feos ni verdaderamente malos, y nadie, lo que se dice nadie que tuviera corazón, podría no quedar embelesado por los gemelos. Porque la gente de los centros comerciales se detenía para acariciar a los gemelos y felicitar a nuestra madre por tener niños tan bonitos. ¡Y ya veríamos en cuanto el abuelo se diese cuenta de lo listo y lo buen estudiante que era Christopher! Y, aún más notable, no le hacía falta empollar, como a mí, porque todo lo aprendía con facilidad. A sus ojos les bastaba con leer una página una o dos veces solamente para que todo lo que había en ella quedase indeleblemente grabado en su cerebro, y no se le olvidaba ya nunca más. La verdad era que le tenía envidia por ese don. También yo tenía un don. No era la moneda reluciente y brillante de Christopher, sino mi manera de dar la vuelta a todo lo que relucía y encontrar la mancha, el fallo. Sólo habíamos recibido un poco de información sobre aquel abuelo desconocido, pero, reuniendo las piezas, ya me había hecho una idea de que no era el tipo de persona que perdona con facilidad, eso se deducía en seguida del hecho de que hubiera renegado de su hija, antes tan querida, durante quince años. Y, sin embargo, ¿era posible que fuese tan duro como para resistir todos los 4
  • 25. encantos zalameros de mamá, que eran muchos e irresistibles? Lo ponía en duda. La había visto y oído engatusar a nuestro padre en cuestiones de dinero, y siempre era papá el que tenía que acabar cediendo y adaptándose a ella. Con un solo beso, un abrazo, una caricia suavecita, papá se volvía todo sonriente y animado, y decía que sí, que, de la manera que fuese, se las arreglarían para pagar todas las cosas caras que mamá había estado comprando. —Cathy —dijo Christopher—, haz el favor de no poner esa cara de preocupación. Si Dios no quisiera que la gente envejezca y enferme, y acabe muriéndose, no les dejaría seguir teniendo hijos. Sentí que Christopher estaba mirándome, como si pudiera leer mis pensamientos, y me sonrojé violentamente, mientras él sonreía lleno de ánimo. Era el perpetuo optimista contra viento y marea, nunca sombrío, dubitativo y malhumorado, como me ocurría a mí con frecuencia. Seguimos el consejo de mamá y despertamos a los gemelos. Los pusimos en pie, diciéndoles que tendrían que hacer un esfuerzo y andar, estuvieran cansados o no. Fuimos tirando de ellos, mientras se quejaban y lloriqueaban, con gemidos mocosos de rebelión. —No quiero ir a donde vamos —se lamentaba Carrie, llorosa. Cory se limitaba a gemir. —No me gusta ir por los bosques cuando es de noche —se lamentaba Carrie, tratando de soltar su manita de la mía—. ¡Me voy a casa! ¡Anda, suéltame, Cathy!, ¡suéltame! Cory gritaba cada vez más. Yo quería coger a Carrie de nuevo en brazos y llevarla así, pero los brazos me dolían demasiado para hacer un nuevo esfuerzo. Entonces, Christopher soltó la mano de Cory y fue corriendo a ayudar a mamá a llevar las dos pesadas maletas, de modo que me vi con dos gemelos rebeldes, que no querían seguir adelante, tirando de ellos en plena oscuridad. El aire era fresco y cortaba. Aunque mamá decía que ésta era una zona de colinas, a mí aquellas formas altas y sombrías en la lejanía me parecían más bien montañas. Levanté la vista al cielo, y me pareció un cuenco profundo y vuelto del revés, de terciopelo azul marino, reluciente todo él de copos de nieve cristalizados en lugar de estrellas, ¿o quizá serían lágrimas de hielo que yo iba a llorar en el futuro? ¿Y por qué me daban la impresión de estar mirándome desde arriba con pena, haciéndome sentirme pequeña como una hormiga, abrumada, completamente insignificante? Era demasiado grande aquel cielo cerrado, demasiado bello, y me llenaba de una extraña sensación agorera. Pero, a pesar de todo, me daba cuenta de que, en otras circunstancias, hubiera sido posible que me encontrara a gusto en un paisaje como aquél. Llegamos finalmente a un grupo de casas grandes y de muy buen aspecto arracimadas en una ladera pendiente. Nos aproximamos furtivamente a la más grande y la mejor, con mucho, de todas aquellas dormidas moradas de montaña. Mamá dijo en voz baja que la casa de sus antepasados se llamaba Villa Foxworth, y tenía más de doscientos años. —¿Hay un lago cerca de aquí para patinar sobre hielo? —preguntó Christopher, fijándose en el paisaje montañoso—. Aquí no se puede esquiar, hay demasiados árboles y rocas. —Sí —contestó mamá—. Hay un lago pequeño a unos cuatrocientos metros de distancia —y señaló en la dirección donde se encontraba el lago. Dimos la vuelta a aquella enorme casa, casi de puntillas cuando nos vimos ante la puerta de atrás, una señora vieja nos dejó entrar. Debía haber estado esperándonos, y por eso nos vió venir porque abrió la puerta tan pronto que ni siquiera tuvimos que llamar. Fuimos entrando silenciosamente, como ladrones en plena noche. La señora no pronunció una sola palabra de bienvenida. Yo me pregunté si no sería alguna de las criadas. En cuanto nos vimos en el interior de la casa oscura, la señora nos hizo subir apresuradamente por una escalera trasera, estrecha y empinada, sin permitirnos detenernos siquiera un segundo para echar una ojeada a las habitaciones impresionantes de las que apenas pudimos conseguir un vislumbre a nuestro paso silencioso y rápido. Pasamos por muchos salones, junto a muchas puertas cerradas, y, finalmente, nos vimos ante una habitación en que terminaba el pasillo; ella entonces abrió bruscamente una puerta y nos hizo un ademán para que entráramos. Fue un alivio llegar al final de nuestro largo viaje nocturno, y 5
  • 26. vernos en un gran dormitorio, con una sola lámpara encendida. Las dos ventanas altas estaban cubiertas con pesadas colgaduras semejantes a tapices. La vieja señora, vestida de gris se volvió a nosotros y se puso a mirarnos, mientras cerraba la pesada puerta que daba al exterior, apoyándose contra ella. Habló por fin, y yo me sobresalté: —Tenías razón, Corrine, tus hijos son preciosos. Estaba haciéndonos un cumplido que debiera dar calor a nuestros corazones, pero la verdad es que a mí el mío me lo congeló. Su voz era fría e indiferente, como si nosotros no tuviéramos oídos para oír ni mentes para comprender su desagrado, a pesar de lo halagüeño de sus palabras. Y bien que tuve razón en pensar así, porque lo que dijo a continuación confirmó esta reacción mía. —Pero ¿estás segura de que son inteligentes? ¿No tendrán alguna afección invisible, que no se nota a la vista? —¡Ninguna! —gritó mamá, sintiéndose tan ofendida como yo—. Mis hijos no tienen absolutamente nada malo, como puedes ver sin duda alguna, ¡tanto física como mentalmente! Miró hacia aquella vieja de gris y luego se agachó, sentándose sobre los talones, y se puso a desnudar a Carrie, que estaba cayéndose de sueño. Yo me arrodillé ante Cory y le desabroché la chaqueta azul, mientras Christopher levantaba una maleta y la ponía sobre una de las grandes camas. La abrió y sacó de ella dos pares de pequeños pijamas amarillos, con las perneras cerradas. Furtivamente, mientras ayudaba a Cory a quitarse la ropa y ponerse el pijama amarillo, estudié a la mujer alta y grande, que, me imaginaba, sería nuestra abuela. Mientras la examinaba de arriba abajo, en busca de arrugas y papada, me di cuenta de que no era tan vieja como me había parecido al principio. Tenía el pelo áspero, de un color azul acero, echado hacia atrás, dejando la frente al descubierto, en un estilo serio que le hacía los ojos algo largos y como de gato. Tenía la cabellera tan tirante que se podía ver cómo tiraba cada pelo de la piel, formando pequeñas eminencias irritadas, e, incluso en aquel momento, pude ver un pelo liberarse de sus ataduras. La nariz era como el pico de un águila, los hombros anchos y la boca como una cuchillada fina y torcida. Su vestido, de tafetán gris, tenía un broche de diamantes en la garganta de un cuello alto y severo. Nada, en ella, daba la impresión de suavidad o flexibilidad; incluso su pecho parecía hecho de dos colinas de cemento. No había que andarse con bromas con ella, como con nuestros padres. No me cayó simpática. Quería irme a casa. Los labios me tamblaban. Quería que papá volviese a la vida. ¿Cómo era posible que una mujer así hubiese hecho a una persona tan preciosa y dulce como nuestra madre? ¿De dónde habría heredado nuestra madre su belleza, su alegría? Me estremecí, y traté de contener las lágrimas que me rebosaban los ojos. Mamá nos había advertido de antemano sobre un abuelo áspero, indiferente, implacable, pero la abuela que había preparado nuestra llegada se nos presentaba como una sorpresa dura y desconcertante. Contuve las lágrimas, temerosa de que Christopher las viera y se burlase de mí más tarde. Pero, para tranquilizarme, nuestra madre sonreía cálidamente, mientras levantaba a Cory, vestido con el pijama, y lo dejaba en una de las grandes camas y luego a Carrie a su lado. Tenían un aspecto realmente simpático, allí echados, como dos muñecas de mejillas sonrosadas. Mamá se inclinó sobre los gemelos y cubrió de apretados besos sus mejillas enrojecidas, y su mano echó tiernamente hacia atrás los rizos que les caían sobre la frente, arropándolos bien luego hasta que la colcha quedó debajo de sus barbillas. Pero los gemelos ni siquiera se enteraron, porque ya estaban profundamente dormidos. Impávida como un árbol de raíces bien firmes, a pesar de todo, la abuela estaba evidentemente descontenta. Miró a los gemelos, acostados en una cama, y luego a Christopher y a mí, muy juntos. Estábamos cansados, medio apoyándonos el uno en el otro. En sus ojos de un gris pétreo brilló una intensa desaprobación. Su mirada era ceñuda y penetrante, inamovible, y mamá pareció comprenderla, aunque yo no. El rostro de mamá se sonrojó violentamente cuando la abuela dijo: —Los dos niños mayores no pueden dormir juntos en la misma cama. —¡Pero si son pequeños! —replicó mamá, con insólita energía—. Madre, la verdad es que no has cambiado absolutamente nada, y sigues siendo tan recelosa y malpensada como 6